Hace unas semanas escribía en esta columna que la oligarquía mexicana está representada por muy pocos supermillonarios. Carlos Slim, Germán Larrea, Ricardo Salinas y Alejandro Bailléres, por citar algunos, son producto de una política económica inmoral, que les ha permitido amasar enormes fortunas, cuando millones de mexicanos viven en la miseria y muchos más se transforman en pobres a una gran velocidad.

También decía que esta enorme acumulación de capital, se ha dado fundamentalmente por el aprovechamiento de la riqueza nacional a través del mecanismo utilizado por los gobiernos de ayer y de hoy, como lo son las concesiones de bienes y servicios públicos.

Pero en estos últimos días, hemos visto que esa relación idílica entre el poder económico y el poder político empezó a mostrar fisuras graves. Una mínima expropiación al segundo hombre más rico de México, hizo que muchos, como fariseos, se rasgaran las vestiduras. Los opositores no perdieron la oportunidad de anunciar con discursos apocalípticos, que el futuro de la economía Mexicana, viviría el más funesto escenario a raíz de esa decisión. “La dictadura ha empezado”

Pero hay algo que me llama mucho la atención, los grandes capitanes del dinero callaron como momias; nada dijeron, en nada protestaron, ni siquiera un argumento en defensa de su par. Hoy confirmo que el capital tiene una lógica y la de los grandes hombres de negocios en México, es anteponer siempre sus intereses a todo, incluida su dignidad, por eso pienso que esa enorme acumulación de capital puede dar lugar a la existencia de nuevos pecados.

A los siete pecados capitales enumerados por el Papa Gregorio Magno en el siglo VI, la iglesia de nuestro tiempo ha revisado desde hace aproximadamente quince años, la posibilidad de introducir nuevos, ahora de tipo social, entre los que destacan tres: generar pobreza, atesorar riqueza excesiva y hacer más grande la distancia entre ricos y pobres. De ser así, nuestros millonarios serían pecadores sociales, sin posibilidad de absolución, pero de ser perdonados, la penitencia sería del tamaño de sus fortunas.

El antecedente de esta postura de la Iglesia, lo tenemos desde la edad media, cuando esta Institución condenó la usura, misma que ahora los banqueros practican todos los días, sin recato alguno, razón por la cual sus negocios generan grandes utilidades aplicando a los usuarios tasas de interés del 80% o más en tarjetas de crédito, entre otros. De ahí el apetito por Banamex, no crean que es por la vocación de prestar un buen servicio.

Si generar pobreza se convierte en pecado, condenaría al infierno a muchos gobernantes corruptos, por permitir que la ineficacia, la incapacidad y la negligencia mantuvieran políticas públicas que han dejado en la miseria a millones y enriquecieron de manera brutal a unos cuantos: muy pocos.

La Tradición de la iglesia trata el asunto de la pobreza y de la riqueza. Tenemos el ejemplo de San Francisco de Asís que nació en el lujo y abrazó una vida mendicante.  Incluso el propio Jesucristo, que hizo de la pobreza ejemplo de vida y camino de salvación. De ello los evangelios dan razón y justificación y esa es palabra de Dios. El Papa Francisco, como buen Jesuita, también ha dicho mucho sobre el tema.

El capitalismo siempre ha sido cuestionado por la iglesia católica, porque su discurso no ha sido nunca la justicia social como valor fundamental. Sin embargo en México, nunca ha funcionado con las reglas que lo definen, como lo son: seguridad jurídica y plena libertad de competencia económica.

Siempre han existido los que al amparo del poder han hecho fortuna en detrimento de muchos que han vivido en la pobreza como espiral insalvable que pasa de generación en generación. Hasta que se pueda lograr un verdadero escenario de libertad y de regulación general basada en un estado de derecho con leyes que eliminen privilegios y defiendan conquistas sociales fundamentales, podremos tener una mejor sociedad y deberían ser ricos solo aquellos que por su talento, trabajo o astucia lo merezcan, no por su cercanía con el gobierno, del color y sabor que sea.

Por Carlos Román.

Por Editor

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