Cansado de tantas malas noticias que ensombrecen, hoy quiero compartir un tema algo más personal, menos complicado y mucho más divertido: la música. La he vivido, la he tocado, la he cargado (literalmente) y hasta la he sufrido en esas noches de fiesta donde terminábamos agotados, emocionados y, siempre, un poco achispados.
Mis primeros recuerdos musicales vienen de los Beatles. No había un solo momento en mi infancia sin sus canciones sonando en la casa, en el auto, en la radio, en mi cabeza… “Hey Jude”, “Let It Be”, “Something” se quedaron tatuadas en mi memoria antes de que supiera nada de las verdades de la vida. En ese entonces, la música no era una elección, era parte del ambiente, como el olor a café en la mañana o las infaltables regañadas cuando llegaba tarde.
Pero llegó la adolescencia y, con ella, la inevitable necesidad de hacer ruido. Así nació The Snoopies, mi primera banda de rock. No éramos los Rolling Stones, pero en nuestra mente sonábamos igual o mejor. Ensayábamos con la convicción de que el éxito estaba a la vuelta de la esquina, aunque lo único que llegaba eran reclamos. Una tarde, una vecina, al grito de “¡Ya cállense!”, nos aventó un puñado de jitomates por la ventana. En su defensa, probablemente los merecíamos. Pero nosotros, tercos como buenos rockeros, seguimos adelante. Ahí estábamos los tres, con nuestra guitarra, bajo y batería, arrastrando amplificadores como si fuéramos la versión pantanera de Deep Purple, sudando antes de siquiera haber tocado la primera nota.
Luego vino la época de la discoteca. El rock quedó en el baúl y llegaron los Bee Gees, Tavares y toda la fiebre disco. Cambié la guitarra por las pistas de baile y aprendí que el ritmo tenía otro propósito: hacer con la música lo que el DJ quisiera. En sus manos quedaba la responsabilidad de que cientos de jóvenes sacaran sus mejores pasos. Noches de luces de colores, pantalones ajustados y coreografías que hoy negaríamos rotundamente en cualquier reunión familiar. No importaba si el cuerpo amanecía molido; al final, todo se resumía en la emoción del momento y la eterna discusión de quién bailaba mejor.
Después, la obsesión cambió. Ya no era solo qué música escuchar, sino cómo escucharla. Descubrí el mundo de los equipos de sonido, esos que tienen más botones de los que uno realmente usa, porque no sabemos para que sirven exactamente; junto con cables sofisticados, amplificadores que parecían instrumentos de laboratorio y bocinas creadas con materiales de la era espacial. Pasé de la pista de baile al sillón, escuchando cada canción con una devoción casi religiosa. “El vinilo es superior”, decía yo, pero la inmediatez de Spotify siempre se imponía, a pesar de mi objeción por la excesiva compresión que le quita brillo y contundencia a la música.
Años después, la vida me trajo de vuelta al rock. Otra vez con una banda. Otra vez con los instrumentos a cuestas… pero, con la sabiduría que da la edad, ahora delegamos la carga a unos cuantos incautos más jóvenes. En mérito a su esfuerzo, les decíamos de cariño los “egipcios”, en alusión a aquellos que hicieron posible la construcción de las pirámides. Pero esta vez llegaron dos refuerzos de lujo: mis primos, músicos de verdad, y acompañados de otros primos que… bueno, digamos que el entusiasmo a veces pesa más que el talento. Así nacieron Los Mazacotes, un gran nombre para una gran banda.
Cada ensayo era un viaje en el tiempo, un regreso a esos años en los que soñábamos con ser estrellas de rock. Solo que ahora, la única gira que hacíamos era sobre nuestro propio eje… y con una circunferencia mucho mayor que en aquellos días de juventud.
Hoy, más que nunca, la tecnología avanza sin descanso, asegurando mi permanencia siempre fiel con la música. Con cada nuevo aparato, su presencia sigue firme en mi casa, en mi coche y en mi vida. Pero, sobre todo, sigue viva gracias a mis queridos amigos, con quienes comparto esta pasión, y a mis primos, con quienes revivo, en cualquier tarde, aquellos días que recordamos como un tesoro compartido.
Por Carlos Román