El mal no siempre surge de ideologías polarizantes ni de fanatismos religiosos. A veces, basta con la indiferencia, la corrupción y la inacción de quienes tienen el deber de detenerlo. No requiere un dogma ni una causa aparente, solo un sistema que, por su pasividad, permite y hasta normaliza sus manifestaciones más atroces.
El terrorismo, en su origen, fue una manifestación del fanatismo: hombres dispuestos a matar en nombre de una idea, convencidos de que su causa justificaba la sangre derramada. Pero, en México, el terror ha evolucionado hacia algo más brutal, más primitivo y carente de sentido. Aquí no hay una lucha ideológica ni un enfrentamiento entre visiones del mundo. No hay mártires ni redentores, solo crimen, violencia y un sistema que tolera la barbarie.
En el rancho Izaguirre, en Jalisco, el mal operó con impunidad absoluta: un matadero clandestino donde los secuestrados no tenían otra alternativa que la muerte, donde se ejecutaba y desaparecía a personas como si fueran desechos o comida para cerdos. Se hacía con la complicidad de las autoridades. Porque, en México, el mal no es solo la violencia, sino la corrupción que la permite.
Los terroristas son fanáticos de sus propias creencias. Pero el terrorismo mexicano no tiene una excusa religiosa ni un fundamento ideológico para justificarse. No hay Al Qaeda ni ISIS; no hay ETA ni Brigadas Rojas. Se mata por dinero, por poder, por un pedazo más de territorio donde traficar drogas, extorsionar y vender muerte al mejor postor.
Lo más grotesco no es solo la existencia de lugares como el rancho Izaguirre, sino el papel de las autoridades en este entramado de horror. La Fiscalía de Jalisco y la Guardia Nacional intervinieron, detuvieron a algunos criminales, rescataron a algunas víctimas… y luego todo siguió igual. ¿Cómo se explica esto? ¿Quién protege estos sitios de exterminio? ¿Cuántos más existen y seguirán existiendo sin que nadie haga nada? El patrón se repite una y otra vez: operativos que simulan acciones, sentencias que nunca llegan y la perpetuación de la impunidad.
Nuestras instituciones han colapsado, muchos gobiernos han fracasado y la seguridad se ha convertido en una mera ilusión. Aquí, los criminales no solo matan: algunos también gobiernan. El Estado ha perdido su razón de ser.
Los filósofos han discutido durante siglos el problema del mal, intentando explicarlo desde la teología, la moral y la política. Pero, en México, la respuesta es sencilla: el mal es parte del sistema. La corrupción, la impunidad y la colusión del crimen con funcionarios no son fallos accidentales, sino una herramienta para mantenerse en el poder.
Y lo más indignante es que nada cambiará. Como siempre, este horror se olvidará en unos días. Los medios dejarán de hablar del rancho Izaguirre, los políticos seguirán en sus puestos, los responsables, escondidos en las sombras, continuarán generando muerte y desolación. Y los mexicanos seguiremos como si nada hubiera pasado, hasta que otro matadero clandestino salga a la luz y nos recuerde, una vez más, que aquí el mal no es un accidente ni una anomalía: es la norma.
Por Carlos Román.