Nada debería ser más vergonzoso que ser corrupto. Pero en México, la vergüenza es un lujo que ya casi nadie se permite. Aquí, la corrupción no sólo no se esconde: se institucionaliza y se convierte en negocio de Estado. Y cuando alguien se atreve a exhibirla —como hizo el equipo de Aristegui con los Televisa Leaks—, el escándalo no estalla: no pasa nada. Nadie se inmuta.
La investigación reveló cómo Televisa montó, durante años, una maquinaria de guerra sucia: una auténtica estructura turbia, amparada por una libertad de expresión usada para calumniar, para dañar. Una fábrica de noticias falsas, de manipulación de la opinión pública para golpear adversarios y apuntalar aliados. No se trata de hechos aislados ni del viejo régimen: esta estructura operó en los últimos años, y muchos de sus beneficiarios son personajes de primera línea de la llamada Cuarta Transformación, que —aunque quiera— ya no puede escudarse en el pasado. Televisa no sólo es responsable de idiotizar al pueblo: también es parte de la corrupción institucional.
Los servicios de Televisa no sólo sembraron campañas contra periodistas, empresarios o ministros incómodos: también construyeron imágenes favorables de personajes cercanos al poder, como Arturo Zaldívar o Ricardo Monreal, canalizando recursos públicos hacia la televisora o alguna de sus empresas filiales. Todo está documentado: chats, guiones, videos, recibos. Pero en México, la verdad —esa que incomoda— es negada hasta que parece convertirse en mentira, y la mentira, en verdad.
La respuesta del oficialismo ha sido, como siempre, el desprecio. Se desacredita al mensajero, se ignora el mensaje y se aplaude la continuidad de las mismas estructuras de impunidad que prometieron desmontar. Pero, como siempre, la indignación se volvió selectiva, la corrupción, tolerable, y la complicidad, necesaria. Ser corrupto no sólo no daña: en muchos casos, garantiza la permanencia en los círculos del poder.
La corrupción ya no opera en la sombra: se sienta en la cabecera de la mesa. El verdadero cáncer del poder no es el abuso, sino la indiferencia social ante el abuso. Y eso es justamente lo que retratan los Televisa Leaks: no un acto de traición excepcional, sino un pacto continuo entre medios, empresarios y políticos que se han reciclado sin renovarse.
Hoy se presume limpieza mientras se reparten contratos a los mismos de siempre. La narrativa moralista no resiste el análisis, menos aún la investigación. El discurso cambió; las prácticas, no.
Y, sin embargo, todavía hay quien documenta lo que ocurre. A pesar de la hostilidad oficial y de los linchamientos digitales promovidos desde Palacio, el periodismo crítico persiste. Persiste para que quede constancia. Para que no olvidemos. Para que los archivos no sean sólo contables, sino también éticos.
Porque nada debería ser más vergonzoso que ser corrupto. Pero en esta era que prometía la felicidad colectiva, la vergüenza ha sido reemplazada por la narrativa y, al final, por el cinismo. El régimen de hoy aprendió del viejo, no para superarlo, sino para restaurarlo.
La verdadera tragedia es esa: que la corrupción ya no cause escándalo, que la denuncia no provoque justicia, que el descrédito no signifique nada. Lo revelado por Aristegui no terminará mal para los protegidos por el manto de la impunidad del bienestar, pero sí debería avergonzar a quienes prometieron hacer las cosas de manera distinta y terminaron incluyendo en su gobierno a los mismos de siempre.
Nada debería ser más vergonzoso que ser corrupto. Y, sin embargo, lo verdaderamente vergonzoso es que eso ya no cause ninguna vergüenza.
Por Carlos Román.