Transparencia Internacional confirma lo que ya sabemos: México se hunde cada día más en el fango de la corrupción. Ubicado en el puesto 140 de 180 países, el país  retrocede, atrapado en un sistema donde el abuso de poder y la impunidad siguen marcando el rumbo.

En México, la corrupción es el peor de nuestros males. Siempre se nos ha exhibido como un pueblo corrupto y como una nación con valores empobrecidos, que limitan nuestro desarrollo. Hablar de corrupción se ha convertido en un lugar común y en un discurso vacío al que muchos se suman. Se dice combatirla, pero los hechos evidencian lo contrario. Sus manifestaciones están enraizadas en todos los ámbitos de nuestra vida, pública y privada. Su origen radica en nuestras interacciones con el poder y nuestra permisividad colectiva.

La corrupción se alimenta de la impunidad y de la falta de rendición de cuentas en nuestras relaciones con el poder. Es un pacto tácito entre el corrupto y el sistema, un acuerdo en el que ambas partes obtienen algo, pero en el que al final, todos perdemos.

En México, las leyes son un espejo imperfecto, pero espejo al fin, de nuestra ética colectiva. Donde el civismo es débil, las normas son porosas. Aquí, la ley no se percibe como el fundamento del orden, sino como una molestia. Romperla no solo es habitual, sino que, a menudo, es motivo de admiración. Hemos normalizado la corrupción al punto de convertirla en aspiración de vida: el más “astuto” es quien burla el sistema, no quien lo respeta. La honestidad y la vergüenza se han convertido en reliquias.

La corrupción es humillante. Sus efectos son devastadores: desde la migración masiva de quienes buscan un futuro fuera de un país que no les ofreció oportunidades, hasta la violencia impune del crimen organizado, que ha convertido a México en un territorio de terror. La corrupción es el motor de la desigualdad y la puerta abierta al abuso de poder.

No es casualidad que, en cada sexenio, surjan muchos nuevos millonarios, mientras millones de mexicanos apenas sobreviven. Los “ricos sexenales” han sido una constante en todos los gobiernos, de todos los partidos. Los empresarios también son cómplices; se benefician de concesiones, contratos inflados y privilegios exclusivos. La corrupción es el sistema mismo.

En México, “el fin justifica los medios”… cualquier medio. La ética ha sido reemplazada por el oportunismo. Pero este deterioro no es solo un problema de legalidad, sino de dignidad. El dinero y la corrupción han sido convertidos en instrumentos de sometimiento para perpetuar una sociedad profundamente desigual.

También hay otro tipo de corrupción, más sutil pero igual de destructiva: la de las palabras. Promesas vacías, discursos tramposos y manipulación del lenguaje también son formas de corrupción. En un país donde la mentira es norma, no se puede construir una democracia fuerte. No les conviene.

Pero el problema no es solo del gobierno. No podemos esperar que el cambio venga desde las altas esferas del poder. Ya vimos que las escaleras siguen sucias, muy sucias.

La corrupción no desaparecerá con más leyes ni con elocuentes discursos. El verdadero cambio comenzará cuando cada ciudadano se niegue a participar en esta red de complicidad: cuando rechacemos el soborno, exijamos transparencia y señalemos al corrupto, sin importar de dónde provenga.

El combate a la corrupción es un desafío generacional: o lo enfrentamos de raíz o estaremos condenados a vivir en esta historia sin fin.

Por Carlos Román.

Por Editor

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