La vida democrática en México ha sido corta y frágil, especialmente si la comparamos con las democracias occidentales tradicionales que muchos países han logrado consolidar. Aunque se ha intentado construir una democracia genuina, México ha estado atrapado en las sombras de un pasado marcado por una tradición autoritaria de su vida política. Esta influencia autoritaria, tan arraigada en el inconsciente colectivo, ha contribuido a que la mayoría de la población se mantenga al margen del debate político y de la toma de decisiones públicas. Es como si una parte importante de la sociedad hubiera asumido que la política es ajena a sus vidas cotidianas.
La realidad de la democracia mexicana es que nació viva, pero nunca fue plenamente viable. A pesar de los avances y retrocesos, hoy estamos ante el nacimiento de un nuevo régimen que amenaza con reactivar y perpetuar la tradición autoritaria que ha marcado nuestra historia. Si la Revolución Mexicana destruyó las instituciones del porfiriato, pasando de una dictadura a una “dictadura perfecta”, la Cuarta Transformación (4T) busca desmantelar el régimen neoliberal instaurado hace más de 40 años, utilizando la fuerza de los votos obtenidos el 2 de junio, para destruir sus instituciones y con ello controlar totalmente al estado.
En medio de este panorama, el pueblo parece adormecido por el espejismo de los programas sociales. El llamado “bienestar” que les han prometido no es eterno, y el costo de mantenerlo puede ser la entrega de nuestras libertades y derechos.
Las “democracias populares”, en su esencia, tienden a evolucionar rápidamente hacia sistemas autocráticos, donde el poder se concentra en manos de una sola persona o de un pequeño grupo. En contraste, las democracias liberales se basan en la división de poderes, en pesos y contrapesos que impiden los abusos y garantizan que cualquier exceso pueda ser corregido a través de instituciones judiciales o tribunales constitucionales. Esta diferencia es crucial, ya que nos encontramos en una encrucijada: avanzar hacia un modelo donde el poder esté concentrado o fortalecer un sistema que defienda la pluralidad y la justicia.
Uno de los principales problemas radica en la proliferación de partidos políticos “satélites”, creados bajo el amparo del régimen neoliberal, que nunca representaron nada ni a nadie. Siempre han sido mercaderes de la política, vendiendo su apoyo al mejor postor y debilitando aún más la credibilidad del sistema democrático. Por esos partidos, hoy se tiene una artificial mayoría calificada en la cámara de diputados y a un solo voto de distancia en el senado. Cuando lo tengan, que así será, podrán realizar los cambios que gusten, en la materia que quieran, sin que exista una oposición, ni diálogo para lograr algún entendimiento con la minoría.
El alejamiento de la sociedad del debate nacional ha facilitado que el régimen en el poder se convierta en el único intérprete de las aspiraciones del pueblo. El pueblo dice lo que al Presidente se le antoje decir del pueblo. Sin embargo, esta narrativa es una falacia peligrosa. A medida que el gobierno consolida su control, nos acercamos a un punto de inflexión para regresar a un régimen, muy parecido al creado hace un siglo por Plutarco Elías Calles.
México vivirá nuevamente en un régimen autoritario, con un discurso disfrazado de democracia. Veamos qué sucede esta semana en el Senado de la República con la reforma judicial. Insisto que elegir a los jueces no acaba con el problema de la corrupción, por el contrario, facilitará la de por sí ya existente injerencia de factores ajenos a la judicatura, y con ello el anhelo de una mejor justicia seguirá siendo inalcanzable en México.
Por Carlos Román.