Para el Padre Cesar A. Espitia.

Dios nos da la libertad para poder ir de la cuna a la tumba como cada uno quiera. Nos permite creer o no creer y también meternos en problemas y salir adelante de los fracasos. Esa es una elección personal que Dios respeta, cada quien sabe lo que tiene y lo que debe. Con la libertad, podemos elegir hacer el bien o mantener la atadura con el pecado que es la muerte y la causa de una vida miserable.

Después de la vida, la libertad es el don más grande que Dios nos dio. Dios nos hace a su semejanza en la libertad y en el uso que le damos a esa libertad. Somos inteligentes, porque la libertad nos brinda la sabiduría para entender que solo Jesucristo nos puede quitar la culpa que como loza inmensa nos impide romper ataduras con el mal y solo así poder vivir con alegría, con tranquilidad. Alcanzar la felicidad es difícil, implica dar mucho y recibir poco.

En uso de esa bendita libertad, aunque no queramos reconocer, tenemos conciencia de que en la vida tomamos decisiones acertadas y decisiones desafortunadas, algunas de ellas sin posibilidad de ser corregidas. Pero siempre en uso de esa libertad podemos cambiar para retomar el mejor camino. El arrepentimiento es un instrumento que nos reconcilia con  Dios y con nuestra libertad.

Sufrimos muchos fracasos, pero casi ninguno es irremediable. En  nuestra vida experimentamos ambición, tentaciones, envidia, soberbia que nos hacen querer ver a nuestros adversarios destruidos. Qué difícil es poder perdonar a nuestros enemigos.

Hace unos días, escuché a un joven y muy querido sacerdote que intentaba explicarnos con una gran paciencia, algo que al menos yo no entendía; ya que siempre he visto al Dios del antiguo testamento como un Dios terrible, punitivo, intolerante con el pecado y capaz de infligir severos castigos a los pecadores, a los transgresores de su voluntad, que por cierto, siempre hemos sido muchos, demasiados diría yo. Esta idea tiene un nombre: Doctrina de la Retribución, que quiere decir que nuestras malas acciones tendrán una consecuencia religiosa además de humana, en este y también en el otro mundo.

El padre César tiene una inteligencia que demuestra su enorme sencillez y sabiduría; nos hizo entender que la tradición profética del antiguo testamento encaja perfectamente bien con la revelación de Jesucristo como hombre extraordinario hijo de Dios, con el que se sella una alianza eterna, cuya característica esencial es su vocación preferencial por los que sufren, particularmente por los pobres y su característica divina es su amor por su creatura: nosotros. Nada de lo humano le es ajeno, porque fue un hombre, con su grandeza y limitaciones. 

Volviendo a una idea que tenemos fuertemente arraigada como católicos, casi todos pensamos que el pecado es una amenaza represora de Dios y solo la Iglesia en la confesión nos puede evitar el infierno. Si decidimos apartarnos del mal, podemos hacer de nuestra vida la única experiencia del mundo que en verdad nos pueda hacer libres, sin las ataduras al becerro de oro, que de paso sea dicho, siempre ha estado presente, no solo en los tiempos de Moisés. Muchos de nuestros fracasos nos causan un gran dolor.

La enseñanza del Padre Cesar es que me hizo ver que la Iglesia, como una institución histórica, existe con expresiones propias de su tiempo y de las complejidades de cada tiempo. La Iglesia cambia, se adapta a las nuevas realidades. La Iglesia no es una institución inmutable. Como creación divina pero entregada a los hombres por Jesucristo, puede hablar en nombre de Dios y sus misterios.

Prefiero ahora no pensar más en ese Dios justiciero que tenía en el castigo su forma de hacerse obedecer. Muchas veces he deseado que a los hombres sin temor de Dios, a los corruptos, lujuriosos y mentirosos los juzgue Yahvé, por un principio de justicia humana y divina, pero para encontrar la reconciliación, tenemos en  Jesús al Dios del perdón, del amor al hombre por la razón de que vino a morir por el hombre.

El pecado destruye al hombre, lo encarcela en muros infranqueables, reduce y envilece su existencia, lo minimiza y lo vuelve parodia de sí mismo. Gracias Padre Cesar por sus consejos y enseñanzas.

Por Carlos Román.

Por Editor

Deja un comentario