Este próximo viernes, Viernes Santo, rememoramos como cada año la pasión y muerte de Jesucristo, el hijo de Dios. La muerte de Jesús en la cruz nos identifica a millones de personas como cristianos. El Nazareno muere crucificado para la salvación de los hombres. A pesar de las dolorosas imágenes que conocemos en la Biblia, en las iglesias, en las películas y en las crónicas católicas, el Jesús azotado, despreciado, atormentado y muerto, no fracasó en la cruz.
El Hijo del Hombre sufrió el gran dolor de la vileza, de la ira, de la traición y del desprecio del hombre, pero por el hombre se sacrificó y con su martirio, se renovó esa alianza sagrada. El Verbo Encarnado predicó y nos dejó la buena nueva, pero tuvo que enfrentarse a la condición humana con todas sus miserias, con toda su maldad, que es mucha. Pero también Jesucristo sintió el amor de los hombres por las cosas buenas, por las cosas justas, por las cosas bellas y en ello se justificó su sacrificio. Después de todo, el hombre tiene otra oportunidad: una más.
Jesús triunfó porque su obra fue la total redención. Redimir al pecador, al pobre, al rico: redimir al hombre en el Amor. En el antiguo testamento se nos enseña que Dios crea al hombre a su imagen y semejanza. Pero yo me he preguntado, si somos la imagen y semejanza de Dios, ¿porque entre nosotros somos tan distintos físicamente, intelectualmente, emocionalmente? En la viña del señor hay de todo: flacos, panzones, blancos, prietos, amarillos, guapas, feos, listos, tontos, y la pregunta sería: ¿quiénes de todos estos hombres y mujeres tan diferentes se parecen a Dios? Yo creo que la semejanza con Dios, es que éste nos dio libertad y voluntad, como la posibilidad para hacer todo. Con ellas hemos contado una historia o varias historias, a veces de horror, otras de Amor. También lo moral y lo ético nos identifica con Dios, así como la elección que hacemos entre el bien y el mal. Ahí cada quien decide, con o sin el temor de Dios. Tan libres somos, que la voluntad del hombre fue dar muerte al Hijo de Dios, y no cualquier muerte, sino una muerte de cruz.
En este viernes santo también sentimos, como sintió Cristo, el silencio de Dios, silencio que significa su abandono y con ello la muerte. El pecado es nuestra derrota. La tentación genera el pecado original, con el que nacemos y como pena trascendente llevamos y transmitimos, pero también genera todos los demás pecados, los cotidianos, los graves y los no tan graves, pero pecados al fin. Hay muy pocos santos y muchos diablos. La derrota del hombre, de la que no podemos escaparnos es precisamente la muerte y nuestra absoluta incapacidad para superarla. Aunque algunos o muchos lo nieguen, todos necesitamos de Dios, porque su idea nos hace humanos. En Él, contemplamos la belleza, entendemos la bondad y conocemos la misericordia. Con Él, algunos nos arrepentimos de la maldad que profesamos, del daño que le hacemos al prójimo.
De todos los misterios, el más grande es el de la resurrección de Cristo. La salvación del hombre y de su alma es la recompensa eterna que divide a la historia en un antes y en un después; dos épocas, dos concepciones del mundo, al menos del mundo occidental que conocemos. Viernes de luto, viernes que nos debería hacer pensar, reflexionar y tratar de entender ese enorme don que Dios nos dio, para hacernos sus semejantes.
La semana santa ha cobrado dimensiones distintas en una sociedad que se dice plural. Esa pluralidad es también consecuencia de la libertad y voluntad que nos viene de Dios, y digo que de Dios, porque con éstas, la piedad y la misericordia han sido desde hace más de dos mil años, los sentimientos que nos ligan con Cristo para mantener la fe en un mundo mejor, uno feliz, en el que podamos sentirnos seguros, con una misión por cumplir y no solo en el vacío ocioso de la ambición y la mentira. Que tengan una bendecida Semana Santa.
Con mucho gusto volveré a escribir para ustedes el próximo 17 de abril. Gracias.
Por Carlos Román.