Desde muy temprana edad sabemos que en la vida existe el mal que está en un
conflicto permanente por tratar de imponerse sobre el bien. La lucha del bien y el mal
es tan antigua como el hombre y su creación intelectual.
Desde el punto de vista bíblico en el origen del hombre sólo estaba el bien, pero de
pronto, valiéndose de la mentira, del engaño, de tratar de sorprender al inocente o al
bien intencionado, apareció el mal y comenzó esa terrible batalla que tiene desde
entonces como escenario el mundo y como actores la vida de cada hombre que en él
habita.
Para ganar sus batallas, el mal echa mano de todas las argucias y argumentos para
imponerse a la razón y a la cordura que forman la naturaleza humana, que pienso
siempre ha sido buena, pero en todo momento acechada por las tentaciones y
ambiciones que a muchos hacen tomar el camino del mal, que ha hecho posible los
peores crímenes, las atrocidades más grandes que ha vivido la humanidad como lo fue
la locura y ambición patológica de Hitler, una bestia trastornada que desembocó en la
matanza más cruel de la historia contra una raza, invocando precisamente la estupidez
de la superioridad de otra.
Cuando los absolutos son tomados por un hombre para transformar una realidad y
construir una perversidad, perdemos todos y lo primero que otorgamos es nuestra
libertad como pago a esos sofismas que en su lucha interminable han intentado
siempre derrotar al bien y la razón verdadera.
Pero en lo que esa buena y verdadera razón prevalece, hemos sido testigos de que el
mal ha ganado y seguirá ganando una gran cantidad de batallas. Seguramente muchos
de nosotros no seremos testigos del final de los tiempos, no vamos a poder ver como el
bien se impone, salvo que el dogma religioso nos convenza para poder disfrutar en otro
mundo de la ausencia del mal y actuar con temor al castigo eterno, porque en este
cada día el mal impregna muchas de las actividades de los hombres, por supuesto
incluido el mundo de la política y de los políticos.
Los gobiernos del mal han atentado contra la libertad y el pensamiento mediante la
propagación publicitaria de una falsa ideología que en la historia siempre negaron la
posibilidad del bien y la existencia de un Dios que lo represente. Los regímenes del mal
han sido portadores y representantes de la barbarie, se han dedicado a tratar de
adueñarse del mundo, de un continente, de un país o de una comunidad.
El mal utiliza el genio, carisma o popularidad de un líder para engañar, para mentir de
manera compulsiva, para sembrar la discordia y el encono entre un pueblo, entre dos
naciones o entre el mundo entero.
Son tiempos pre apocalípticos donde los impulsos, la cólera y la ambición patológica,
pueden llevar a cometer faltas graves, pero cuando éstas son pasajeras y podemos
discernir y muchas veces remediarlas, sucede algo formidable que nos distingue como
seres humanos: el sentimiento de culpa, que nos hace conscientes y éticos y que
ponen límite a las acciones de los malvados y al sufrimiento de los sojuzgados.
Cuando existen condiciones de abuso, de uso indebido del poder para lastimar, para
hacer el mal, para concretar venganzas personales, sin que exista culpa o actos que
remedien esas atrocidades, estamos frente al mal radical que sólo unos cuantos
hombres lo han encarnado, y que las luchas por combatirlo hasta el día de hoy han
prevalecido, ojalá que así sigan porque no podemos darnos el lujo, como ya lo vivió
Alemania, de que el mundo repita las atrocidades del nazismo, en donde el mal radical
estuvo presente y alimentado por la mente desquiciada de Hitler. Los alemanes han
sido y son un pueblo culto y educado, nos preguntamos porque lo escucharon, y no
solo eso, porque lo siguieron y apoyaron. El mundo pagó muy alto el precio de esa
maldad, debemos recordarla y tenerla presente ante actos de barbarie que vemos el
nuestro país como actos cotidianos, que como dije en otros artículos, perdimos la
capacidad de asombro y repudio y los procesamos como algo ya común en nuestra
vida.
No permitamos que eso siga sucediendo, el mal debe ser combatido con el bien que se
encarna en la ley y la justicia, no nos arrodillemos para implorarla: de pie debemos
exigirla.
Por Carlos Román