En un giro que pocos habrían pronosticado hace apenas tres años, el mapa energético europeo está experimentando una transformación radical. Mientras la mayoría de países de la Unión Europea trabajan activamente para reducir su dependencia del gas ruso tras la invasión de Ucrania en 2022, dos naciones centroeuropeas están tomando el camino contrario. Hungría y Eslovaquia no solo mantienen sus importaciones energéticas desde Moscú, sino que están desarrollando nuevas conexiones directas que desafían abiertamente la estrategia comunitaria de autonomía energética. Esta situación crea una paradoja geopolítica que podría redefinir las relaciones energéticas en el continente para los próximos inviernos.
La situación actual presenta un panorama dividido. Por un lado, países como Francia, Países Bajos y Bélgica han reducido drásticamente sus importaciones rusas, apostando por el gas natural licuado (GNL) proveniente de Estados Unidos, Qatar y la producción estable de Noruega. Los grandes gaseoductos que durante décadas conectaron Siberia con el corazón industrial europeo hoy operan a mínima capacidad o están dañados. Sin embargo, Hungría y Eslovaquia representan la excepción que confirma la regla. Según datos del Centre for Research on Energy and Clean Air, en agosto de 2025 ambos países sumaron importaciones de crudo y gas ruso por más de 690 millones de euros, concentrando la mayor parte de las compras europeas a Moscú.
Lo más revelador del nuevo escenario energético es que estos dos países no se limitan a mantener los antiguos gaseoductos heredados de la Guerra Fría, sino que están desarrollando nuevas conexiones a través del Mar Negro. La ruta que utiliza el TurkStream y se adentra desde Turquía hacia Europa central está consolidando un vínculo directo con Rusia precisamente cuando Bruselas busca aislarla. Paradójicamente, Hungría y Eslovaquia se están convirtiendo en el principal corredor ruso hacia el corazón de la UE, un papel que contradice abiertamente la estrategia de autonomía energética comunitaria. Esta situación ha generado tensiones internacionales, con acusaciones desde Estados Unidos sobre la financiación indirecta del conflicto en Ucrania.
El debate sobre esta dependencia energética divide aguas entre argumentos técnicos y consideraciones políticas. Mientras los gobiernos de Viktor Orbán y Robert Fico defienden su postura alegando que un corte inmediato del suministro ruso causaría graves daños económicos -Hungría estima una caída del 4% en su PIB-, expertos y analistas señalan que existen alternativas viables. El oleoducto Adria, que conecta con el Adriático en Croacia, podría suministrar suficiente crudo a ambos países, mientras que las interconexiones gasistas con países vecinos y la abundancia prevista de GNL después de 2026 sugieren que el corte de los flujos rusos sería más una cuestión política que técnica. Esta situación plantea un dilema fundamental para Europa: cómo conciliar la unidad comunitaria con las realidades energéticas nacionales en un contexto geopolítico cada vez más complejo.