La Semana Santa, se decía antes, era tiempo de recogimiento. Días para el silencio, la introspección, el perdón. Una pausa para mirarnos por dentro, arrepentirnos y reconciliarnos con lo que creemos, y preguntarnos en qué punto perdimos el rumbo. Hoy, en cambio, esta celebración se vive con todo… menos con fe.

Lo que alguna vez fue un acto espiritual, hoy es una cita obligada con los excesos. La cruz fue sustituida por la hielera; el ayuno, por el buffet. La resurrección se celebra con promociones “todo incluido” y selfies en la playa.

No hay redención cuando el único rito es reservar con tiempo, viajar sin culpa, beber sin medida y olvidar por completo cualquier atisbo de reflexión. Los templos vacíos y las playas repletas. No hay viacrucis, pero sí tráfico en la carretera.

Y en medio de este carnaval, una escena se repite con exactitud casi bíblica: la de los vendedores de tiempo compartido (OPC). Son los nuevos mercaderes del templo. Invaden todo, desde los aeropuertos hasta las calles. En los hoteles, se acercan a sus víctimas con una sonrisa entrenada y una promesa “celestial”: vacaciones para toda la vida, felicidad en mensualidades, salvación con vista al mar.

Uno llega buscando descanso, y acaba huyendo de las trampas disfrazadas de cortesía. Una copa gratis, una cena romántica, un paseo en barco y, en algunos casos… ofrecen hasta dinero. Todo a cambio de aceptar una invitación-desayuno con una pequeña “plática de orientación”.

Y entonces empieza el martirio: el discurso circular, pero muy alejado de la verdad; las gráficas con flechas de crecimiento y grandes inversiones; la promesa de pertenecer a un club exclusivo que, curiosamente, tiene miles de miembros desesperados por salir. Jesús los habría expulsado con látigo en mano; nosotros pagamos con tarjeta de crédito.

Lo más inquietante es que nadie parece notar la contradicción. Estos días, supuestamente los más “sagrados” del calendario cristiano, se han convertido en los más profanos. Se viaja para evadir, no para encontrarse. Se olvida el dolor ajeno y se celebra el placer propio. No se ayuna ni se medita: se consume. Todo. Rápido. Sin culpa. Sin pausa.

Esta no es una crítica producto de una moral relajada, más bien una advertencia sobre el vacío que estamos llenando con ruido, con espuma, con cuotas de mantenimiento. Y en lugar de mirar hacia adentro, corremos hacia la playa más cercana con la esperanza de que el bronceado oculte nuestros pecados.

Hemos sustituido la culpa por el olvido, la fe por la reservación en línea, y la espiritualidad por el paquete vacacional. Es más fácil anestesiarse que enfrentarse.

Y, sin embargo, hay manifestaciones claras en estos días que deberían inquietarnos. Algo anda mal cuando la única procesión que seguimos es la del carrito de bebidas. Y qué perdidos estamos si no somos capaces de detenernos, aunque sea un instante, para preguntarnos en qué momento convertimos la Semana Santa en una feria de excesos.

Tal vez aún haya tiempo. No necesariamente para volver al templo, si no se quiere, pero sí para volver a uno mismo.

Porque no todo se compra, ni siquiera en pagos mensuales sin intereses.
Y algo que la vida me enseñó: el tiempo… no se puede compartir.

Por Carlos Román.

Por Editor

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