La tristeza y la desesperación, convertidas en rabia infinita que ahoga el pecho de las madres buscadoras, chocan con la indiferencia de un gobierno que prefiere culpar al pasado antes que asumir su responsabilidad. La memoria de Iguala sigue abierta, como una herida que no cierra, como una deuda que el Estado se niega a pagar. Y ahora, como si la violencia no conociera límites, el horror de Teuchitlán se suma a la larga lista de tragedias que han marcado a México por décadas.

Aquel septiembre funesto de 2014, el expresidente Enrique Peña Nieto, paralizado por el miedo, se escondió. En lugar de enfrentar la crisis con la dignidad que su cargo exigía, huyó del dolor, de la indignación, del deber. Un verdadero líder, en tiempos de crisis, debe correr todos los riesgos, porque su liderazgo es la fuerza que le permite gobernar ante un pueblo que, desde hace mucho, exige justicia. Pero nuestros gobernantes carecen de empatía y están rodeados de malos, muy malos asesores.

Una nación con  miedo es una nación perturbada, sin destino, sin otro horizonte más que la necesidad de sobrevivir. El miedo es un sentimiento que desgarra, paraliza y derrumba todo. No hay justicia posible cuando la gente vive con miedo a exigirla; no hay democracia real cuando la ciudadanía prefiere callar por temor a las represalias.

Iguala desnudó la realidad de un Estado fallido. Demostró la complicidad de las autoridades con el crimen organizado y dejó claro que la justicia en México es una verdad inventada. Si en Iguala los desaparecieron, en Teuchitlán exhibieron el horror: la impunidad desbordada, la brutalidad sin consecuencias. Un rancho convertido en campo de adiestramiento de asesinos; una fosa con restos humanos, fragmentos óseos que narran la historia de la barbarie. La indiferencia de las autoridades es la misma, la negligencia sigue vigente y la impunidad se refuerza con cada hallazgo macabro que solo engrosa el expediente de un país desbordado por la violencia.

Iguala y Teuchitlán exponen la gravedad de la descomposición del Estado. Policías que protegen a los criminales en lugar de a la gente, fiscales estatales que miran hacia otro lado, gobiernos estatales que se lavan las manos y permiten que estas masacres sigan ocurriendo.

Si Peña Nieto se escondió en su miedo, el fiscal de este gobierno, en su cinismo, simplemente se ausentó. Montaron un circo de tres pistas y, con su inacción y su indiferencia calculada, confirmaron que la procuración de justicia está podrida. Las fiscalías, en lugar de esclarecer los hechos, buscan fabricar chivos expiatorios para que los verdaderos responsables queden impunes.

Hoy se habla mucho de transformación, de nuevas estrategias, de segundos pisos, pero lo cierto es que el país sigue siendo un cementerio clandestino donde la vida humana vale menos que un discurso de Fernández Noroña.

El hartazgo social es innegable. Hartazgo de los políticos que prometen seguridad mientras los cuerpos se acumulan en los basureros. Hartazgo de que la justicia sea un espectáculo mediático y no una realidad tangible. Hartazgo de la corrupción, de la impunidad, de la hipocresía.

Después de Iguala, México despertó del letargo, pero la justicia nunca llegó. Con Teuchitlán, la desesperanza se transforma en furia contenida. La indignación crece al ritmo de un Estado que sigue sin asumir sus responsabilidades, mientras el fuego de la impotencia arde cada vez con más intensidad.

Por Carlos Román

Por Editor

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