Sacerdotes asesinados, periodistas asesinados, miles de desaparecidos y centenares de miles de muertos, ejecuciones, extorsiones y secuestros entre otras atrocidades, narran todos los días el drama que vive México por falta de seguridad pública. Desde hace años, el crimen está muy lejos de la justicia en nuestro País. Sin cambio en el esquema de combate a la inseguridad, solo es posible restaurarla sí se manifiesta y se teme al Dios furioso que desató el diluvio y abrió el Mar Rojo, pero eso es dogma de fe y no será posible en este mundo; por ello, tenemos hoy y aquí la imperiosa necesidad de revertir esa descomposición social que nos está hundiendo a todos.
Sumemos a aquellos que además usan la fuerza y poder del estado para cometer sus abusos. Merecen la ira de Dios, pero el del Antiguo Testamento, porque si la sociedad les da poder para hacer el bien, es infamante usar esa fuerza social para que alegremente desgracien la vida de personas inocentes con el fin de llenar sus bolsillos con el fruto del despojo y del atraco. Un funcionario público del nivel que sea no puede delinquir, ni poquito. Por haber tolerado esas prácticas, vivimos hoy una tragedia que nos ha puesto al borde de un estado fallido.
La seguridad es la razón de ser del Estado, sin esta, no es ni siquiera un accesorio de ornato. Las consecuencias de la inseguridad se notan en muchos frentes, incluido el reciente incremento en el número de personas que son expulsadas del País por razones de supervivencia o de injusticia y buscan en los Estados Unidos lo que México les ha negado.
Sabemos que la historia del hombre está repleta de atrocidades imperdonables, somos capaces de todo, de hacer lo indecible y tolerar lo insoportable.
El mal está en las entrañas de la condición humana y sólo puede detenerlo la consciencia ética de una sociedad con principios que respete la ley.
Mi opinión no se basa en la dialéctica maniquea de la lucha entre el bien y el mal, pero cuando vemos que hace mucho vivimos con el mal y lo toleramos sin el menor asombro o condena, nos rebasa la irracionalidad de aplaudir la lógica perversa de una sociedad que no quiere darse cuenta de la tragedia que genera la violencia porque la siente distante, hasta que llega y con ella la injusticia prevalece sin encontrar la mínima resistencia.
En una sociedad cada día más pobre, no solo en lo económico sino en todos los aspectos, la inseguridad cancela cualquier posibilidad de desarrollo y bienestar, a pesar de los esfuerzos que se hagan con los llamados programas sociales y, lo peor, es que muchos ya la ven y sienten como algo normal, lo que no puede permitirse. Con cada gobierno el problema se agrava, es una espiral que se acelera y no ha sido posible detener. Esta condición se debe revertir y pronto, porque de no hacerlo, no habrá País ni sociedad que pueda mantenerse independiente. Si no somos capaces de arreglar este enorme reto, alguien lo hará, solo falta conocer el costo, que no será menor.
Por Carlos Román