Resultó patético ver cómo la Cámara de Diputados escribió una de las páginas más vergonzosas de su historia al exonerar a Cuauhtémoc Blanco del desafuero. Está blindado. Sigue siendo intocable.

Pero lo más repugnante no es lo que ocurrió la semana pasada. Es lo que ocurrió desde antes, desde su ominoso paso por el gobierno de Morelos.

Blanco fue inscrito como candidato plurinominal por Morena en 2024, apenas dejó la gubernatura, con un solo objetivo: blindarlo. El fuero no fue consecuencia de su elección, sino su propósito desde el inicio. Nunca quiso una curul para legislar. La buscó para protegerse. Para esconderse.

Fue una maniobra cínica para resguardar a un hombre acusado de corrupción, vínculos con el crimen organizado, enriquecimiento ilícito y hasta intento de violación de su propia hermana. Sin prejuzgar, eso dice mucho.

El fuero le ha servido, no para proteger la libertad de sus ideas ni por la defensa de alguna brillante teoría política sobre el Estado, sino para evitarle la molestia de enfrentar a la justicia. La mayoría oficialista lo blindó sin el menor sonrojo. El PRI lo respaldó sin el menor pudor. Y, al final, todos se arroparon con la misma manta raída del procedimiento, como si el trámite pudiera cubrir la vergüenza.

Cuauhtémoc Blanco es el prototipo exacto del político del régimen: ignorante, obediente, funcional. Fue un buen futbolista, pero como político no sabe hablar, no sabe argumentar, no sabe gobernar. Es, en términos técnicos, un analfabeta funcional. Pero es popular entre el pueblo’. Y eso, al parecer, es lo único que importa.

En el sistema actual, la lealtad pesa más que la capacidad, y la complicidad vale más que la honestidad. Lo eligieron para protegerlo. Le dieron fuero para silenciarlo. Lo blindaron para que no hablara… y para que no cayera.

La Cámara de Diputados consumó la infamia: 291 legisladores votaron en contra de la solicitud de desafuero. En una sesión grotesca, Blanco subió ilegalmente a la tribuna —seguramente será la única vez que lo hará— y, entre los aplausos de sus cómplices, se declaró inocente. A su alrededor, diputadas de Morena coreaban “¡No estás solo!”, mientras, del otro lado, se alzaban carteles con la leyenda: “No llegamos todas”.

¿Y cómo va a llegar una víctima a la justicia si su agresor tiene fuero? ¿Cómo enfrentaría una fiscalía local a un protegido del régimen? ¿Cómo puede haber Estado de derecho si las curules se reparten como suspensiones de amparo?

Blanco no está solo. Lo acompañan quienes lo postularon, quienes votaron por él, quienes lo aplaudieron, quienes lo encubren. Morena, el Verde, el PRI y otros partidos han convertido el Congreso en una madriguera de impunidad. Y no lo hicieron por convicción. Lo hicieron por miedo. Porque si cae Blanco, podrían caer muchos más.

La política en México ha dejado de ser un instrumento de transformación para convertirse en un refugio de privilegiados. Cuauhtémoc Blanco es uno de los casos más representativos. El Congreso dejó de ser la máxima tribuna de la Nación para convertirse en pasarela de impresentables.

Mientras otras naciones avanzan en muchos rubros de su vida política y social, los diputados encubren… y luego se indignan porque tienen la peor imagen de todas. Incluso peor que la de los policías. Y eso son palabras mayores.

La pregunta ya no es si vamos a tolerarlo.

La pregunta es: ¿cuánto más estamos dispuestos a aguantar?

Por Carlos Román.

Por Editor

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