A Donald Trump se le teme en todo el mundo, y con razón. Su regreso a la Casa Blanca ha sido una demostración de fuerza, y su primer objetivo ha sido México. Con un gobierno debilitado por la violencia, la crisis migratoria y una estrategia equivocada de apoyo a las dictaduras en política exterior, Trump sabe que puede imponernos condiciones sin mucha resistencia. Perro que ladra… sí muerde, aunque muchos ingenuos dijeron lo contrario.

Trump ha convertido el comercio en una herramienta de presión. Es ahora el gran garrote que prefiere para cumplir sus caprichos. Los efectos de los aranceles no se limitan a las grandes industrias. Las empresas transnacionales podrían reconsiderar sus inversiones en México si los costos de exportación aumentan, afectando a pequeñas y medianas empresas que integran las cadenas de suministro. El nearshoring, la gran apuesta para atraer inversión extranjera y consolidar a México como un centro de manufactura global, quedará en el limbo. La industria agrícola y manufacturera, altamente dependiente del mercado estadounidense, sufrirá caídas en la producción y pérdida de competitividad. Esto generaría inflación, encarecería productos básicos y reduciría el poder adquisitivo de los mexicanos.

Las consecuencias irán más allá del comercio. Los mercados financieros reaccionarían con volatilidad, el peso se depreciaría y la confianza de los inversionistas se desplomaría. En un entorno de inseguridad, corrupción y falta de certeza jurídica, la imposición de aranceles podría acelerar la fuga de capitales. México, que ya enfrenta obstáculos estructurales, vivirá una muy difícil situación: menos inversión, menos empleos y más pobreza.

El gobierno mexicano se encuentra en una encrucijada: resistir o ceder ante las presiones de Donald Trump. Resistir parece improbable debido a la fragilidad de poder históricamente desigual entre ambas naciones. México no solo enfrenta la embestida de un líder populista con tendencias autoritarias, sino que también arrastra décadas de políticas que lo han colocado en una posición de vulnerabilidad estructural frente a Washington.

Ceder, por otro lado, significaría aceptar las condiciones impuestas desde la Casa Blanca, sacrificar soberanía en aras de una estabilidad superficial. Esta rendición, que en principio podría parecer pragmática, entraña un peligro mayor: la subordinación absoluta a los intereses estadounidenses, limitando la capacidad de México para tomar decisiones soberanas en materia de seguridad, comercio y política exterior.

Hace años, durante el régimen del viejo PRI, la retórica nacionalista era utilizada como una cortina de humo para ocultar acuerdos que beneficiaban desproporcionadamente a Estados Unidos. Los discursos incendiarios sobre soberanía y autodeterminación contrastaban con una realidad en la que Washington dictaba las reglas del juego, mientras México se conformaba con administrar la ilusión de independencia.

Hoy, la historia amenaza con repetirse. Si el gobierno mexicano no es capaz de articular una defensa eficaz de sus intereses, el país podría volver a ese modelo de sumisión disfrazada de diplomacia. La clave no es solo resistir, sino hacerlo con inteligencia, estrategia y alianzas internacionales que equilibren el poder en la región.

Ni modo. Como lo he dicho antes, el nacionalismo es un lujo de ricos, y somos un país pobre. México tendrá que decidir si quiere jugar el papel de socio o el de vasallo.

Por Carlos Román.

Por Editor

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