Muchos gobernantes han convertido al Estado en un botín, condenando a millones de personas al exilio. La pobreza, la violencia y la corrupción expulsan a sus ciudadanos, obligándolos a buscar en el extranjero lo que sus propios países les niegan: seguridad, oportunidades y dignidad.

México no es la excepción. Durante décadas, la falta de empleo, la inseguridad y la desigualdad han forzado a millones de mexicanos a cruzar la frontera norte en busca de un futuro mejor. Sin embargo, en lugar de hallar estabilidad, muchos enfrentan un sistema que los criminaliza y les arrebata derechos básicos.

Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, la persecución contra los migrantes ha escalado a niveles aún más crueles. Su administración ha reactivado las deportaciones masivas con renovada ferocidad, separando familias y expulsando a trabajadores que llevan décadas contribuyendo a la economía estadounidense. No se trata solo de leyes migratorias más severas, sino de un discurso de odio legitimado desde el poder. Trump ha convertido a los migrantes en el blanco de su retórica populista, presentándolos como una amenaza para el país cuando, en realidad, son una parte esencial de su estructura económica y social.

Pero la tragedia no ocurre únicamente en Estados Unidos. México enfrenta la presión de aceptar acuerdos que lo convierten en un muro de contención para los migrantes de toda América Latina, sin ofrecerles garantías de seguridad ni condiciones dignas.

El impacto humano de estas políticas es devastador. Miles de migrantes que han pasado años construyendo una vida en Estados Unidos, están siendo expulsados a un país que no está preparado para recibirlos. Regresan a comunidades dominadas por el crimen organizado, la pobreza y la explotación. Sin empleo, sin redes de apoyo y sin un plan de reinserción que les permita reconstruir sus vidas.

Sus hijos, muchos de ellos ciudadanos estadounidenses, pueden quedar atrapados en un limbo legal, víctimas de un gobierno que busca despojarlos de su identidad, su nacionalidad y su futuro. A Trump le queda como anillo al dedo aquella máxima autoritaria de que “no me vengan con que la ley es la ley”, y con ese fundamento, promueve castigos que trascienden de padres a hijos, condenando a éstos por la situación de aquellos, una práctica que cualquier democracia —incluso bananera— prohíbe.

Frente a esta crisis humanitaria inminente, el gobierno mexicano trata de contener el huracán. Sin embargo, aún faltan estrategias viables para proteger a los migrantes y planes de apoyo para quienes están siendo deportados. Se celebran las remesas como un pilar económico, pero se ignora el drama humano detrás de cada dólar enviado. Se presume una relación estrecha con Washington, pero esa cercanía solo ha servido para tolerar la humillación sistemática de los ciudadanos mexicanos.

La expulsión de migrantes refleja una indiferencia criminal. México corre el riesgo de dejar de ser un país soberano para convertirse en un engranaje más del aparato de persecución estadounidense.

Muchos decían que perro que ladra no muerde. Pero el nuevo Trump ha demostrado lo contrario. El muro que se levanta no es solo de concreto, sino también de leyes, discursos y políticas diseñadas para erradicar a los migrantes de la sociedad. Mientras en Washington los deportan, México no debe abandonarlos.

Es hora de cambiar los dogmas que vendieron por seis años. El Estado mexicano no puede fallar dos veces a su gente: primero, al expulsarlos por su ineptitud y corrupción; y segundo, al someterse servilmente a una política migratoria deshumanizada.

Por Editor

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