La represión en México siempre ha existido. Hoy solo cambió de destinatarios y de propósito. El gobierno presume tolerancia, evita pronunciar la palabra “orden” y asegura que jamás caerá en los autoritarismos del pasado. Pero la realidad muestra otra cosa: la represión sigue ahí, viva, operante, administrada con un rigor que no se aplica contra el crimen, sino contra los que protestan. Es la represión que no golpea a todos, sino únicamente a los necesarios.

El Estado mexicano —este Estado— entendió que no necesita reprimir a las masas para sostener el control. Le basta con hacerlo de manera selectiva: enviar mensajes simbólicos, escarmentar opositores, intimidar periodistas, castigar a quienes exhiben corrupción y premiar a quienes sirven al poder. La fuerza no se despliega donde se debe, sino donde conviene. El resultado es un país donde el poder decide quién puede quemar una puerta y quién no puede levantar una bandera.

Mientras tanto, las autoridades no hacen nada para contener la violencia de grupos encapuchados, anarquistas oportunistas o integrantes del bloque negro, que queman edificios públicos, saquean, destruyen patrimonio y agreden sin consecuencia alguna. No es casualidad: es un diseño político. La violencia vandálica se tolera porque sirve; siembra miedo, deslegitima protestas auténticas y sostiene la narrativa de un país ingobernable que, paradójicamente, el propio gobierno alimenta.

La violencia de estos grupos no solo es permitida: es funcional. Opera como distractor, como válvula de descompresión social, como instrumento propagandístico. En cambio, la violencia que incomoda —la de un periodista que investiga, la de un juez independiente (si es que quedan), la de un ciudadano que se organiza— esa sí es combatida. No con toletes ni gas lacrimógeno, sino con auditorías, carpetas, linchamientos digitales y campañas de desprestigio impulsadas desde los aparatos de comunicación del Estado.

En el fondo, la represión selectiva es la forma más perversa de control porque normaliza el miedo. Ya no se requiere un Estado que persiga a todos: basta con castigar a unos cuantos para que el resto se discipline solo. Esa es la verdadera victoria del régimen: lograr que la sociedad se autocensure sin que nadie se lo ordene.

El gobierno comprendió que aplicar la ley de manera universal es costoso, pero aplicarla contra unos cuantos es extraordinariamente eficaz. Es un recordatorio permanente de quién manda y quién debe tener miedo. Así se gobierna hoy: con una mezcla tóxica de permisividad y hostigamiento, de indulgencia hacia la violencia “afín” y de dureza hacia la crítica autónoma. Una democracia no muere cuando se reprime a todos por igual, sino cuando se reprime a unos y se protege a otros.

El régimen presume que no reprime, pero su hazaña consiste en haber construido un sistema donde la represión ya no necesita uniformes ni escudos en las plazas. Se ejerce desde los medios públicos y las redes sociales, se administra como política de Estado, se dosifica para no provocar rebelión, se presume como prudencia y se disfraza de humanidad.

La represión sigue aquí. Solo se volvió selectiva. Y, como todo veneno, su eficacia no está en la dosis, sino en saber a quién se le aplica.

Por Carlos Román.

Por Editor

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