La llamada Cuarta Transformación ha construido su legitimidad sobre una retórica de pueblo y justicia social, pero en ese relato maniqueo —el pueblo bueno contra los privilegiados— ha borrado a la clase media, ese espacio donde se forma la conciencia crítica y se decide el rumbo de una nación moderna. En el discurso oficial, a este sector se le acusa de aspiracionista, ingrato y de olvidar sus orígenes. En la práctica, sin embargo, es quien sostiene con su trabajo, sus impuestos y su esfuerzo cotidiano las estructuras del Estado y la estabilidad del país.

La clase media mexicana nació de la educación pública, del mérito y de una ética del trabajo que se transmitió durante generaciones. Es el resultado de familias que creyeron en la escuela, en la ley, en la propiedad y en el progreso, pese a vivir dentro de uno de los sistemas más corruptos del mundo. Esa convicción —que alguna vez impulsó al México urbano y moderno— hoy se tambalea. Los jóvenes sobreviven en la precariedad; los adultos enfrentan un entorno político que los reduce a espectadores; y todos observan cómo su esfuerzo se diluye entre la inflación y el desprecio oficial. Mientras tanto, el poder se reparte entre una camarilla de resentidos que ha hecho del agravio un proyecto de gobierno y de la mediocridad su principal virtud.

En ese clima de desconfianza creciente, la marcha del 15 de noviembre fue el primer gesto de rebeldía cívica en mucho tiempo. Lo que inició como un llamado disperso de jóvenes y colectivos terminó congregando a miles de personas en más de cincuenta ciudades. Aunque el gobierno intentó descalificar la protesta, lo que ocurrió en las calles fue evidente: ciudadanos de carne y hueso que dejaron la apatía para recuperar su voz.

La jornada no estuvo exenta de tensiones. En el Zócalo, un pequeño grupo de encapuchados provocó enfrentamientos que dejaron decenas de heridos, en su mayoría policías. Pero reducir la movilización a esos incidentes es negar la dimensión del hartazgo. El mensaje real estuvo en el resto de la multitud: miles que caminaron sin miedo para exigir justicia, seguridad y un mínimo de orden institucional.

Una democracia sin clase media es una democracia sin ciudadanos. En las sociedades sólidas, es el ciudadano —no el cliente político— quien constituye el núcleo del Estado. Sin él, el país se fragmenta entre quienes dependen del subsidio y quienes viven del presupuesto. Entre ambos extremos se desvanece la figura del individuo libre, sustituido por el súbdito agradecido.

México se acostumbró a una política que administra la pobreza. La clase media no encaja ahí porque no depende del favor ni del programa, sino de su propio esfuerzo. Por eso incomoda: encarna la independencia frente al poder. Esa autonomía —que fue orgullo del maestro, del médico o del pequeño empresario— hoy está amenazada por un discurso que glorifica la obediencia y castiga la crítica.

La marcha abrió una rendija para el regreso del ciudadano. Marchar es reclamar el derecho a vivir sin miedo y recordar que la paz no es la ausencia de violencia, sino la presencia de instituciones que funcionan. El reto no es elegir entre gobierno u oposición, sino entre súbditos y ciudadanos.

En México sobran los primeros y escasean los segundos.
Tal vez por eso el poder duerme tranquilo: sabe que, mientras el miedo mande, la ciudadanía seguirá siendo un concepto y no la fuerza capaz de cambiarlo todo.

Por Carlos Román.

Por Editor

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