México es un país tan surrealista que celebra la muerte mientras la fabrica. En Uruapan, la ciudad del aguacate y del miedo, el alcalde fue asesinado y, ayer, su pueblo salió a marchar entre velas encendidas y música de muertos. La fiesta terminó en velorio y la ciudad entera enmudeció. Entre tanto incienso y pólvora quedó flotando la pregunta: ¿quién gobierna a quién?

Carlos Manzo fue un hombre que hablaba fuerte y decía que a los delincuentes había que enfrentarlos, no abrazarlos. Era incómodo. En un país donde la valentía se castiga con balas, decidió no callar. Y lo callaron. Lo mataron a la vista de todos, en el corazón de la ciudad, mientras la Guardia Nacional —esa institución que presume estar en todas partes— no vio nada.

El crimen no sorprendió a nadie. En Michoacán, los muertos tienen número de serie y los alcaldes, fecha de caducidad. Se los turnan los cárteles como si fueran fichas de ajedrez: uno que estorba; otro que negocia; otro que denuncia; otro que cobra. Nadie ignora el juego, pero todos fingen no conocer las reglas.

El gobierno reaccionó con su liturgia habitual: condena, tuit, promesa de justicia. La presidenta repitió que “la única forma de construir la paz es la justicia”. Hermosa frase, si no fuera porque los asesinos ya se la saben de memoria. Su secretario de Seguridad explicó que el alcalde “tenía protección”. No aclaró si era protección o protocolo fúnebre.

Pero lo verdaderamente distinto esta vez fue la gente. En Uruapan, el pueblo salió a la calle vestido de negro. No por luto, sino por rabia. Las familias llevaron flores, velas, pancartas. Los jóvenes marcharon con el rostro descubierto, gritando el nombre del alcalde como si nombrarlo fuera una forma de desafiar al miedo. Las mujeres lloraron no sólo por Manzo, sino por el país que se les muere cada semana.

La indignación se desbordó como pocas veces. Los comercios cerraron, las escuelas suspendieron clases, los templos abrieron sus atrios. En cada esquina alguien improvisaba un altar: una fotografía, una vela, una promesa. Y entre el humo de las ofrendas se respiraba un aire de desafío, como si por fin el pueblo se hubiera cansado de agachar la cabeza.

La escena fue perfecta para una postal del absurdo nacional: velas encendidas, música de mariachis y el eco de las balas que aún no terminaban de apagarse. Entre los murmullos, alguien dijo que la muerte del alcalde era “una pérdida para la democracia”. Qué generosos somos con las palabras: en México, la democracia se pierde todos los días y nadie la busca.

Dicen que Manzo había advertido: “si lo hace sin disparar, renuncio”. Lo mataron en el intento. Su frase se volvió epitafio. En esta República, quien desafía la impunidad acaba formando parte de sus estadísticas.

La vela y la bala son símbolos de la misma ceremonia. Una ilumina, la otra apaga. Uruapan quiso honrar a sus muertos y terminó sumando otro nombre a su altar. El país mira, comenta, olvida. Y el crimen se institucionaliza como costumbre, con su burocracia de pésames y su contabilidad de víctimas.

México ya no necesita sicarios: se basta con su indiferencia. Las balas hacen el trabajo, las velas lo bendicen y los discursos lo justifican. Así se mantiene viva nuestra extraña tradición nacional: celebrar la muerte y rehuir la responsabilidad.

En Uruapan, las velas siguen encendidas. No alumbran la esperanza: apenas revelan la oscuridad que nos rodea.

Por Carlos Román

Por Editor

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