En la actualidad, el panorama se presenta diferente en las mesas del mundo. Las pantallas han invadido nuestro tiempo de comidas, transformando lo que antes era un ritual social en un acto solitario y automático. Ya sea en el desayuno mientras revisamos las noticias en nuestro celular, en el almuerzo frente a la computadora del trabajo, o en la cena en el sofá sumergidos en una serie de televisión, la realidad es que hemos incorporado las pantallas a nuestra vida diaria casi de forma natural.
Esta tendencia no solo cambia la forma en que nos alimentamos, sino que también afecta nuestra capacidad para conectarnos con los demás. Comer en solitario, incluso cuando estamos físicamente acompañados, se ha vuelto la norma. La experiencia de compartir una comida y sostener una conversación ahora es reemplazada por videos de corta duración o redes sociales que nos absorben. El acto de comer dejó de ser un momento para interactuar y se convierte en un simple trámite biológico que interrumpe nuestra vida digital. Ahora, la pantalla sirve como el perfecto escape de la monotonía de comer, impidiendo que aprovechemos estos momentos para conectar a nivel personal.
El mercado no ha ignorado esta evolución. Los productos alimenticios se adaptan cada vez más para ser consumidos individual y rápidamente, con envases y formatos diseñados para una sola mano, dejando la otra libre para manipular la pantalla. Las aplicaciones de entrega de alimentos potencian esta dinámica, aprendiendo nuestros hábitos y anticipando nuestros antojos, facilitando que pasemos de un video a otro mientras almorzamos o cenamos.
Sin embargo, cuando observamos a alguien que come sin una pantalla en un espacio público, nos sentimos incómodos. Nos resulta extraño ver a alguien pasar su tiempo de comida sin distraerse. Esto refleja nuestra incapacidad para estar presentes y solos. El simple acto de ver a alguien comiendo sin una distracción digital resalta nuestra propia dependencia y miedo a la soledad sin conexión. A medida que nos acostumbramos a esta nueva norma, sacrificamos nuestra habilidad de formar conexiones genuinas. En una sociedad que fomenta la conectividad digital, cabe preguntarnos si en algún momento recuperaremos el valor de la interacción humana cara a cara.
Todo esto nos deja con una reflexión importante: en nuestro afán por estar siempre conectados, estamos olvidando el poder que tiene la conexión humana genuina. Volver a compartir nuestras comidas sin pantallas podría ser el primer paso para reconstruir esos lazos sociales que hemos dejado en segundo plano.

