La aparición de Diella, la primera ministra avatar del gobierno de Albania, ha generado un debate fascinante y un poco inquietante. Vendida como un salto al futuro de la administración pública, esta figura virtual nos invita a reflexionar: ¿estamos realmente avanzando hacia una igualdad de género digital, o solo le estamos dando un lavado de cara tecnológico a viejos patrones de poder? A primera vista, la idea de una ministra que “facilita procesos” y “organiza el tráfico administrativo” suena a eficiencia pura, pero si rascamos un poquito la superficie, podríamos descubrir que la modernidad no siempre es sinónimo de progreso.

No es una casualidad que la voz y el rostro de esta primera “alta funcionaria” virtual europea sean femeninos. Llevamos años interactuando con asistentes como Siri, Alexa o Cortana, todas diseñadas para obedecer y modular. Diella se suma a esta tendencia, presentándose como una interfaz amable, siempre disponible, pero que no decide hacia dónde va la ciudad ni establece prioridades políticas. Es el perfecto ejemplo de la mujer como fachada, como una cara bonita que conecta con la ciudadanía, mientras el verdadero poder se gesta en las sombras. La igualdad, en política, no se trata solo de estar en la foto; se trata de estar en la mesa donde se toman las decisiones importantes. Es fácil hiperfeminizar el “front-end” mientras el “back-end” se mantiene blindado y, curiosamente, dominado por los de siempre.

La IA tiene el potencial de perfeccionar esta coreografía. Con un avatar, las apariciones se multiplican, los mensajes se pulen y se “atienden” más consultas, y ¿quién podría quejarse si la ministra responde a todo en milisegundos? Pero aquí radica la trampa: esta ministra no decide nada. La responsabilidad se diluye, se traslada a la máquina sin consecuencias jurídicas, mientras la cadena de mando humana permanece desenfocada. Se promete transparencia total, pero el código es una caja negra; se vende objetividad, pero los datos históricos con los que se alimenta están sesgados. Si las preguntas clave —¿quién define el éxito?, ¿quién valida los datos?, ¿quién audita los sesgos?, ¿quién puede apagar el sistema?— siempre se responden con nombres masculinos, entonces dar un rostro de mujer a la interfaz no es progreso; es marketing puro.

La solución a este laberinto no es apagar la tecnología ni añorar la burocracia tradicional. La clave está en “politizar” la tecnología, dotarla de reglas claras y mecanismos vinculantes. Necesitamos registros públicos de algoritmos, evaluaciones de impacto con perspectiva de género y de clase, auditorías independientes y un interruptor de emergencia bajo control democrático. La paridad debe doler, sí, pero en el buen sentido: en las mesas donde se definen las compras tecnológicas, los estándares y los presupuestos. Porque el verdadero progreso no es que una IA hable con voz femenina, sino que las mujeres también decidan qué dice esa IA, para qué sirve y cuándo se apaga. El futuro que construyamos será habitable solo si la IA se convierte en una infraestructura pública con controles, contrapesos y mujeres con verdadero poder de decisión. La modernidad no es una ministra que responde en milisegundos; es una que responde políticamente y rinde cuentas con nombre y apellido.

Por Editor