El Instituto Nacional Electoral anunció que no encontró pruebas suficientes para sancionar a Pío López Obrador por los célebres sobres amarillos. Tras cinco años de pesquisas, el dictamen es un insulto a la inteligencia: jurídicamente, el dinero nunca existió. En México, lo que se ve no cuenta; lo que se graba tampoco. La corrupción aquí tiene la virtud mágica de convertirse en espejismo.
Los videos que indignaron al país fueron tratados como ilusiones ópticas. Pero la escena más grotesca la protagonizó la consejera Carla Humphrey, presidenta de la Comisión de Fiscalización. Exigió estados de cuenta, como si los sobres con billetes circularan con RFC. Pedir factura por un moche: ese es su legado. Convertir la evidencia en un trámite imposible.
El INE se declaró impotente. La Fiscalía, mientras tanto, confirmó su vocación de verdugo selectivo: se activa solo contra enemigos o para ajustes de cuentas personales. Pero el punto central no es la ausencia de papeles, sino la renuncia política a ver lo evidente. Si un video no es prueba, ¿qué queda? La justicia convertida en instrumento de la impunidad.
Carla Humphrey se convirtió en el rostro de esa farsa. No porque pidiera más elementos, sino porque hizo del obstáculo una coartada. Con su exigencia de comprobantes exoneró lo innegable: un hombre recibiendo fajos en cámara. Una justicia que solo admite pruebas imposibles es una justicia facciosa.
La biografía de Humphrey, además, no está exenta de ironía. Estuvo casada con Roberto Gil Zuarth, panista reciclado en todos los oficios del poder, secretario particular de Felipe Calderón y símbolo del oportunismo corrupto que hundió a su partido. Hoy, un nombre que, al pronunciarse, es sinónimo de simulación y descaro. Nada extraño que, con semejante pasado conyugal, la consejera haya perfeccionado el arte de defender lo indefendible. Y aunque su pareja actual es Santiago Nieto —exzar anticorrupción—, lo cierto es que en su escritorio los sobres amarillos pesan menos que un estado de cuenta en blanco.
El fallo del INE confirma lo que ya sabíamos: el árbitro electoral puede rastrear hasta el último peso en la campaña de un regidor del municipio más pequeño del país, pero se queda ciego cuando el imputado pertenece a la casta dorada actual. El castigo es siempre selectivo: impunidad para los amigos, el peso de la ley para los opositores incómodos.
Dirán que todo se hizo “con apego a derecho”. En la práctica, eso significa usar la ley como un molde flexible: se acomoda, se interpreta y se estira hasta justificar la impunidad. Bajo esa fórmula, la fiscalización no corrige, legitima; y la norma deja de ser un límite cuando se trata de hacer lo negro blanco.
Así termina otra farsa impúdica: alguien se llevó los fajos, disque para aportaciones, mientras el INE se hunde más cada día. Carla Humphrey será recordada no por su rigor, sino por haberle pedido peras al olmo.
El caso Pío es más que un expediente cerrado: es la confirmación de que la justicia mexicana ha renunciado a hacer justicia. La democracia quedó reducida a un trámite imposible, archivada en un sobre amarillo que todos vimos… y que, oficialmente, jamás existió.
Por Carlos Román