En otro tiempo, los partidos políticos eran la base de la construcción democrática, formadores de cuadros y refugio de ideologías, entre otras cosas. Había debate, doctrina y hasta algo de pudor político. Hoy son negocios familiares franquiciados a la venta al mejor postor. La militancia ya no se recluta con ideales sino con favores y la promesa de una candidatura, aunque sea de suplente de regidor.

Las tribunas del Congreso se han convertido en escenarios de comedia. Ahí, figuras como Lili Téllez —que confunde el debate parlamentario con una sobremesa de cantina, suplen la falta de argumentos con volumen y la ausencia de inteligencia con insultos. Cree que hace política, pero en realidad solo hace ruido. De pena ajena. Entre gritos y ocurrencias, la oposición se convence de que está haciendo historia, cuando hace años que no cuenta… y menos pinta.

Este deterioro no se gestó en un sexenio, sino que es el resultado de un proceso de erosión lenta y voluntaria. La transición democrática de finales de los noventa y principios de los dos mil trajo alternancia, sí, pero no un cambio en la cultura política. El PRI perdió la Presidencia, pero su manual de operaciones fue adoptado sin mayor cambio por el PAN y, más tarde, por la “izquierda”. El panismo, lejos de consolidarse como alternativa seria, se fracturó entre puritanos y pragmáticos, más una buena dosis de corruptos; el PRD, por su parte, se convirtió en un tianguis de candidaturas, con tribus en guerra permanente y alianzas que duraban lo mismo que una foto de campaña.

La oposición mexicana aprendió un mal vicio, letal como el tabaquismo: vivir de la coyuntura. Esperar el tropiezo del adversario, subirse a la ola de descontento y retirarse discretamente cuando se apagan las cámaras. No construye estructura territorial, no forma cuadros y no establece presencia constante. Mientras tanto, el oficialismo — hoy representado por Morena— mantiene su maquinaria aceitada: presencia en las colonias, operadores con oficio y un discurso simple que, aunque básico, sabe tocar la tecla emocional correcta.

La desconexión de la oposición con el electorado es total. Los partidos han olvidado que la política se gana también en las banquetas, en la calle, en las plazas públicas. Prefieren refugiarse en conferencias de prensa, desayunos de club y entrevistas con periodistas afines, mientras el régimen y su partido,  convence, aunque sea con dadivas. En un país donde gran parte de la decisión de voto se define por contacto directo, la ausencia física de la oposición equivale a una renuncia tácita al poder.

El oficialismo lo sabe y lo explota con maestría. Su mejor aliado no es la popularidad presidencial, sino la torpeza de sus adversarios. En ese terreno abonado por la ineptitud y la desidia, germina cualquier intento de centralizar el control político. Y es ahí donde aparece Pablo Gómez: burócrata perpetuo, devoto de la nómina gubernamental desde hace más de medio siglo, maestro del reciclaje político. De agitador estudiantil en 1968 a comisionado de la última reforma electoral que nos regresará a México al régimen de partido único. Su vida es el mapa más claro de quien transita del idealismo al confort administrativo.

Esa es su misión, sacar la contrarreforma electoral más descarada en décadas. Ya veremos si me equivoco, por ahora no lo creo.

Por Carlos Román.

Por Editor

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