Cada seis años la clase política mexicana en turno inventa un nuevo país. Para convencer a muchos de su utópica propuesta, usan a nuestra Constitución como si fuera una libreta de taquigrafía en la que se pueden hacer todo tipo de correcciones. En su afán de trascender a la historia, los presidentes mexicanos modifican la Carta Magna sin recato y con un abuso que ofende su esencia, de la que solo habría que leer el diario de debates que le dio origen, para guardarle un poco más de respeto.
Los presidentes y su séquito de políticos lambiscones, intelectuales y “operadores”, se sienten propietarios de la verdad absoluta, muchas veces, buscan la forma más sibilina y extraña para arreglar según ellos nuestra realidad y cuando termina un sexenio, esa realidad les cobra la factura que no en pocas ocasiones pagamos todos los mexicanos durante muchos años.
Esa mala práctica se lleva a cabo en base al demagógico discurso de las necesarias reformas constitucionales que se usan como excusa para poder -por decreto- abatir la miseria, crear empleos y ofrecer seguridad como mecanismo para generar las oportunidades que necesitamos. Si en verdad queremos dejar de ser un país en donde la corrupción y la desigualdad marcan la vida y la realidad cotidiana, no debemos seguir sosteniendo políticas públicas erróneas porque así no se erradica la pobreza heredada por años, décadas y tal vez hasta siglos.
Éste es el lastre verdadero que no podemos quitarnos, porque nunca hemos luchado en verdad contra la desigualdad estructural que ha estado presente a lo largo de nuestra historia. Precisamente esa desigualdad de un pueblo en su mayoría sin educación, sin acceso a mejores condiciones de vida, ha generado una ciudadanía de bajísima intensidad, en donde lo público, la política y los políticos son temas que la gente siente ajenos a ella, porque no plantean soluciones a los problemas reales de los mexicanos incluidos desde luego los pobres de siempre.
Los políticos actúan como emperadores que hacen y deshacen sin freno, sin consecuencias. No es así cómo vamos a resolver los problemas a pesar de lo que digan, porque no se está rompiendo con la causa generadora de los grandes males que padecemos desde siempre y lo más lamentable es que no se ve una solución real ni próxima para los mismos.
Vamos a ser testigos en los próximos días de la decisión que tome el Congreso Mexicano sobre la denominada reforma eléctrica. Veremos cómo esta reforma de la reforma puede terminar una vez más en ese largo y tedioso monólogo de la clase política consigo misma, para solo poder establecer como una victoria efímera las diferencias entre un gobierno y otro, pero al final de cuentas, no va a servirle a la gente. Volveremos a ver una vez más, que los políticos son innecesarios para resolver los problemas que nos afectan.
La reforma eléctrica del sexenio pasado nos la vendieron como la forma necesaria, indispensable para que la electricidad fuera más accesible, pudiese generarse no sólo por el estado sino por particulares e incluso empresas extranjeras. Las virtudes de esa reforma no se hicieron reales, yo en verdad me quedé esperando que efectivamente el precio del electricidad se mantuviera, ya no digamos que se redujera, pero no fue así y hoy que el estado pretende retomar la rectoría de la generación y distribución de la energía eléctrica, tampoco nos garantiza un beneficio, porque desafortunadamente hemos visto que las empresas públicas son corruptas, ineficientes y tienen prácticas que privilegian todas las deformaciones y malas mañas que las han caracterizado desde siempre.
Transitorio. Una gran afrenta para todos los mexicanos ha sido la forma en que la SCJN expuso el uso faccioso de la procuración e impartición de la justicia en México por parte de los primeros obligados a cumplir con la legalidad. Graves palabras las pronunciadas por los ministros en la resolución del asunto de la familia Morán-Cuevas. ¿Y después de escucharlos no pasa nada?… ¡que alguien me explique!
Por Carlos Román.