En el segundo piso de la transformación, continúan las conversiones de fe. Como en los tiempos de los Reyes Católicos, quien juraba abrazar la fe verdadera era perdonado y salvado de la hoguera de la Inquisición y de su representante, Torquemada. Hoy, con asombro, vemos cómo, donde antes hubo priistas de hierro y panistas de misa diaria, florecen apóstoles del humanismo mexicano. No se sabe si cambiaron de ideología ni si su conversión es auténtica; lo que sí es evidente es que la nómina y el presupuesto pesan más que todos los juramentos de lealtad.

Los que se rasgaban las vestiduras por defender las reformas estructurales y los moches legislativos hoy juran obediencia a la política asistencial del bienestar, esa que reparte dinero en programas sociales. Muchos de estos conversos creían en el neoliberalismo y en su despiadada evolución darwiniana de la sociedad.

Morena dijo ser la redención frente a la podredumbre del viejo régimen. Los que juraban amor eterno al neoliberalismo ahora defienden a Maduro, Ortega y Díaz-Canel. Los mismos que se formaron en el altar de Salinas, Zedillo o Calderón hoy se santiguan con la palabra pueblo. En la Cuarta Transformación, el arrepentimiento no sólo borra el pasado: otorga nombramientos.

El pragmatismo se volvió religión. Se abren espacios a los conversos para ocupar los altares más altos. Exgobernadores, exdiputados, exsecretarios, ex de todo.  Viejos cuadros del PRI disfrazados de progresistas; panistas arrepentidos de su doble moral; perredistas reciclados, que descubrieron que la izquierda cabe en una licuadora. En México, el cambio de camiseta no requiere convicción, sólo olfato. Y el olfato político huele a presupuesto.

Ahí está Adán Augusto López, formado en el PRI tabasqueño y convertido en acabada expresión del nuevo régimen: un político que confunde el poder con el cinismo. Y Miguel Ángel Yunes Márquez, heredero de una dinastía panista que, ante el dilema entre la excomunión o la orden de aprehensión, eligió la primera y se acercó al templo guinda en busca de redención. Ambos prueban que, en la 4T, el arrepentimiento no se mide por actos, sino por conveniencia.

Mientras tanto, los fundadores del movimiento —los que marchaban, pegaban carteles y dormían en Reforma— observan desde lejos cómo el bienestar también tiene jerarquías: unos reparten despensas, otros, contratos.

La historia política mexicana está llena de estos milagros. Bartlett demostró que la resurrección política existe; Durazo y Alcocer probaron que la salvación también se alcanza por la vía del bienestar. Hoy, los nuevos beatos del régimen ocupan más sillas que los creyentes originales. Algunos incluso dictan doctrina, con la autoridad que da haber saqueado el país desde tres partidos distintos.

Pero el camino a la salvación no está exento de obstáculos. Hay pruebas que no se superan. José María “Chema” Tapia, exdirector del Fonden en tiempos de Peña Nieto, buscó la conversión con una candidatura de la alianza Morena-PT-Verde a la alcaldía de Querétaro. Hoy lo niegan tres veces. También se puede regresar a las tinieblas: depende de lo mediático del escándalo. Y, mientras se olvida, los nuevos conversos aprenden que sólo se sobrevive tras pasar por el purgatorio del Partido Verde y del PT antes de contemplar la luz del rostro del fundador y alcanzar la gloria.

La purificación de la vida pública terminó siendo una romería de oportunistas. Los recién llegados no piden perdón: piden puesto. Y se los dan. La militancia que creía en la transformación mira cómo los vicios de siempre se acomodan en las nuevas oficinas.

Morena no destruyó al sistema: lo adoptó, lo maquilló y lo proclamó nuevo. Lo vistió de esperanza, le cambió el color al logotipo y lo declaró distinto. Pero, debajo del disfraz, sigue latiendo el mismo corazón clientelar y voraz que ha gobernado México durante décadas.

Son iguales; o, mejor dicho, son los de siempre.

Y en eso —hay que admitirlo— son los verdaderos profesionales del poder.

Por Carlos Román.

Por Editor

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