En el Índice de Estado de Derecho México 2022-2023, Jalisco aparece en la posición 25 de 32 entidades federativas. Ese lugar refleja con precisión la realidad de su Poder Judicial: un sistema atrasado, opaco y colonizado por la política. Mientras el gobierno presume empleos, turismo y desarrollo regional, guarda silencio sobre la ineficiencia y la corrupción que minan la justicia. El discurso oficial cacarea modernidad, pero bajo esa fachada de éxito económico se esconde una maquinaria judicial obsoleta, lenta y plagada de intereses.

El Congreso de Jalisco vive estos días una tormenta política. Los diputados se acusan, se ausentan, se cambian de bancada y se acomodan según sople el viento. Lo que se discute —la reforma judicial local— no es un asunto menor: implica decidir si los jueces y magistrados serán electos por voto popular o seguirán designándose mediante acuerdos entre partidos, padrinos y factores reales de poder. Pero el fondo del conflicto no está en el método de elección, sino en quién controlará el botín judicial: un poder que los gobiernos en turno han administrado siempre para su propio beneficio.

En Jalisco, el Poder Judicial ha sido rehén de la política y de los intereses corruptos que la acompañan. Desde hace décadas, los jueces y magistrados se nombran por cuotas y compadrazgos, y muy rara vez por méritos o capacidad. Lo que hoy se discute en el plano federal —la politización de la justicia— aquí lleva años funcionando como norma no escrita. La independencia judicial es una ficción; lo único que cambia con el tiempo son los apellidos de quienes la controlan.

Los hechos son conocidos y las historias se repiten: jueces que conservan su cargo por obediencia al gobernador en turno; magistrados que deben su toga a un partido o a un grupo universitario; litigios que se resuelven más en los cafés que en los tribunales. En medio de todo, el ciudadano sigue condenado a enfrentar una justicia lenta, costosa y, muchas veces, comprada.

Jalisco ha vivido bajo ese régimen de cuotas y cuates, donde la ley se acomoda al poder y la lealtad sustituye a la justicia. El Poder Judicial, en lugar de ser contrapeso, ha funcionado como escudo de los intereses políticos. Por eso resulta cínico escuchar a los legisladores hablar de independencia judicial cuando ellos mismos la han minado durante años. En el Congreso de Jalisco se hace evidente la lucha por un nuevo reparto de influencias. Ningún diputado parece preocupado por el ciudadano que espera sentencia; lo que está en juego son los intereses de grupo, las alianzas futuras y los cargos en los tribunales.

Hay personajes que encarnan los síntomas de esa vieja enfermedad. Desde hace años se repiten las denuncias sobre la manipulación de nombramientos y turnos judiciales, así como los rumores sobre quienes, desde la sombra del poder, deciden qué casos avanzan y cuáles se archivan. Esa red de corrupción solo prospera gracias a la tolerancia —y, con frecuencia, a la conveniencia— de quienes mandan.

El debate sobre la elección de jueces debería partir de un reconocimiento elemental: en Jalisco, la justicia nunca ha sido independiente. Ni el voto popular ni la designación política garantizarán por sí solos un Poder Judicial digno mientras persista la cultura del favor, del miedo y de la obediencia. La reforma podrá aplazarse, modificarse o naufragar entre discursos, pero el verdadero problema —la colonización del sistema judicial por una élite que lo usa como instrumento de poder y negocio— seguirá ahí.

Mientras tanto, los diputados continuarán cambiando de bando, el gobernador de operadores y los ciudadanos de paciencia. Porque en Jalisco, la justicia —como la política— se reparte entre grupos, amigos y cómplices. Y quien trae maíz, manda.

Por Carlos Román.

Por Editor

Deja un comentario