En México estamos acostumbrados a reescribir al país cada seis años. Los sexenios arrancan con la promesa de construir una nueva y mejor realidad, pero, al poco tiempo, lo que inició como pasaje costumbrista acaba siendo una novela fantástica. Decir que la corrupción terminó, la pobreza se esfumó y la violencia desapareció no es una descripción de la realidad: es una narrativa que la sustituye. Y, como en toda buena ficción, los personajes deben repetirla hasta creerla.
Por ejemplo, sobre la salud pública se afirmó: “Tenemos un sistema de salud mejor que el de Dinamarca”. En la novela oficial, la enfermedad no existe y, si aparece, se cura desde una mañanera.
La corrupción, por supuesto, también se dio por muerta desde hace siete años. Se anunció su fin con solemnidad y pañuelo blanco, pero pronto aparecieron Segalmex y sus multimillonarios desfalcos —producto de los priistas redimidos pero no corregidos—; luego, el huachicol fiscal, que llenó las alforjas de algunos malos marinos para drenar recursos del fisco; y, sin poder faltar, la “barredora” que, lejos de limpiar, arrastra complicidades.
En otro pasaje literario, las escuelas públicas compiten con las finlandesas, los maestros enseñan de verdad y los alumnos aprenden inglés, matemáticas y hasta filosofía. Los techos no se caen, las aulas no están saturadas y ningún niño tiene que vender dulces en la esquina porque, en este país de ilusiones sin fin, la infancia está protegida por decreto.
La seguridad tampoco se queda atrás. En el México de la narrativa utópica, los homicidios desaparecen, el crimen organizado se readapta y los cárteles se convierten en instituciones de filantropía: dan abrazos en lugar de balazos. Las calles son seguras a cualquier hora, los secuestros son leyendas de terror para asustar a los niños —¿se acuerdan de los robachicos?— y las extorsiones son simples malentendidos. El ciudadano camina tranquilo porque, según el libreto, la violencia solo existe en la imaginación de los pesimistas o en la propaganda de la oposición. Todos repiten que vivimos en paz, y quien dude del relato se convierte en traidor a la patria, enemigo del progreso o simple lector de otro género.
En materia económica, la novela alcanza niveles de realismo mágico. Se dijo, sin empacho alguno, que “el crecimiento será de 6% anual”, que ya no hay más pobreza, que existe seguridad jurídica para la inversión gracias a la confianza en el gobierno. El ciudadano paga menos por la canasta básica, los jóvenes encuentran empleo al salir de la universidad y las empresas prosperan sin trabas. Todo gracias a una fórmula tan simple como contundente: hay fe en el relato.
El medio ambiente también tiene un capítulo importante en la obra. No hay tala clandestina, se respetan las vedas de especies sobreexplotadas, las playas están limpias y los ríos dejan de ser drenajes para convertirse en espejos de agua cristalina. Las energías renovables prosperan y la soberanía energética se alcanza sin contaminar. Si alguien ve humo en la refinería o basura en el mar, debe de estar leyendo el libro equivocado. Pemex paga sus deudas y se convierte, otra vez, en fortaleza fundamental de la Nación, símbolo de orgullo y ejemplo para el mundo.
El problema es que esta novela oficial no se queda en la retórica: ordena la vida pública. Con base en ella se reparten presupuestos, se toman decisiones y se ignoran abusos. Lo que no cabe en el relato se borra; lo que incomoda, se censura; y lo que duele, se silencia. La política se convierte en una ficción obligatoria, donde el ciudadano no solo debe aceptar el argumento, sino aplaudirlo como si fuera suyo.
Mientras tanto, la realidad no cambia por más discursos y palabras que retienen al ciudadano, condenado a vivir atrapado en un género literario distinto: la tragedia.
Porque la ficción del poder puede disfrazar la realidad por un tiempo, pero no borrarla. La novela oficial tiene lectores cautivos, sí, pero sin final feliz.
Por Carlos Román.