El Papa Francisco murió el 21 de abril de 2025, a los 88 años, en su residencia de Santa Marta. Se fue el primer pontífice jesuita, el primer latinoamericano y el primero que intentó reformar una Iglesia que llevaba años pidiendo un cambio.
La historia de la Iglesia no puede entenderse sin sus conflictos internos, sin las tensiones entre lo sagrado y lo político, entre el dogma y los resultados del pecado, es decir, la maldad de los hombres. Desde esa perspectiva, Francisco fue la consecuencia inevitable de una Iglesia que, para no extinguirse, necesitaba volver al Evangelio y renunciar al privilegio. Un Papa jesuita que buscó reconciliar a la Iglesia con el mundo no desde la cúpula del poder, sino desde el suelo de la pobreza.
Mi maestro y amigo Juan García de Quevedo decía que toda teología es política. Francisco lo entendió siempre. Hablar de Dios sin hablar de los hombres de carne y hueso es quedarse en una liturgia hueca. Por eso incomodó tanto. Denunció a los nuevos mercaderes del templo: al capital sin alma, a los políticos que se olvidan del pueblo y a los falsos profetas que disfrazan de redención el autoritarismo. Supo ver el riesgo de quienes manipulan la fe para dividir, de los que se apropian del lenguaje de los pobres solo para perpetuarse en el poder.
Confirmó lo esencial: que Cristo fue pobre, que habló con claridad y murió perdonando. Y que nadie, por convincente que sea su discurso, puede erigirse en único salvador sin caer en la herejía del ego.
Desde el inicio, Jorge Mario Bergoglio se despojó de ornamentos, no por desprecio a la tradición, sino para devolverle su sentido. Prefirió ser pastor antes que príncipe. Rechazó el boato vaticano y eligió la sencillez como mensaje.
Sus reformas fueron importantes. Al modificar los procesos de nulidad matrimonial, devolvió a muchos divorciados su libertad espiritual. No negó el sacramento: reconoció que la gracia también actúa en el arrepentimiento. En Amoris Laetitia, su encíclica sobre la familia, propuso caminos de discernimiento para los divorciados vueltos a casar, abriendo las puertas a su reintegración sacramental. La Iglesia no puede ser una prisión eterna para quienes se equivocaron. El perdón no debe ser un privilegio, sino un derecho.
Más aún, al levantar la excomunión automática para las mujeres que abortan, no legitimó el aborto: lo entendió como drama, como fracaso, como dolor. Respondió con compasión, no con condena. Ese fue el centro de su teología: una fe que no castiga, sino que acompaña; una Iglesia que no excomulga, sino que consuela.
Francisco se enfrentó, desde dentro, a una institución que durante siglos confundió la legitimidad espiritual con la impunidad del poder. Irritó a la curia. Desconcertó a los conservadores. Exasperó a los fundamentalistas. Pero también dejó claro, hacia afuera, que la fe no puede ser rehén del populismo ni instrumento de propaganda.
No destruyó: construyó. Con su vida y su obra, propuso una Iglesia consciente de su humanidad frágil, pero fiel a su vocación trascendente. Recordó que Dios no se hizo hombre para juzgar desde arriba, sino para caminar con nosotros, incluso en la caída. No creyó en el Dios terrible del castigo, sino en el Cristo de la compasión.
En tiempos de exclusión, Francisco nos recordó que la santidad no se impone, se comparte; que el Evangelio no necesita gritar para ser verdad; y que el amor —como escribió San Agustín— es el único mandato que nunca equivoca el camino.
Pero la historia no siempre premia la bondad ni honra la coherencia. La institución que intentó humanizar puede volver a cerrarse sobre sí misma, a olvidar lo esencial. ¿Será su legado una semilla que otros harán crecer, o apenas la luz fugaz de una vela que, con su muerte, se ha extinguido?
Por Carlos Román.