Se ha dicho que quien olvida su pasado está condenado a repetirlo. La relación entre México y Estados Unidos está marcada por una historia de tensiones, invasiones y acuerdos desiguales que han dejado cicatrices profundas en nuestra soberanía. Desde la guerra de 1846-1848, considerada una de las más injustas de la historia, hasta la expedición punitiva de Pershing en 1916, cada intervención norteamericana, disfrazada de argumentos morales, ha respondido a intereses geopolíticos y económicos que han costado caro a México.

La guerra de 1846 fue el primer y brutal ejemplo de cómo un pretexto fabricado puede justificar una invasión. El incidente del río Nueces, manipulado como una agresión mexicana, dio paso a un conflicto que culminó con el despojo de más de la mitad del territorio nacional mediante el Tratado de Guadalupe Hidalgo. Décadas más tarde, en 1916, la expedición de John J. Pershing bajo la excusa de capturar a Pancho Villa repitió este patrón intervencionista, asestando otro golpe directo a nuestra soberanía.

Hoy, en pleno siglo XXI, el fantasma de la intervención regresa. Las declaraciones de Donald Trump sobre designar a los cárteles de las drogas como organizaciones terroristas, a solo días de asumir su segundo mandato, no son un cambio semántico inocente. Es un mensaje velado que sugiere que el Estado mexicano ha perdido el control, dejando como únicas opciones permitir la intervención estadounidense o aceptar que los cárteles sigan imponiendo su dominio.

La violencia descontrolada de los cárteles ciertamente acentúa la percepción de incapacidad del gobierno mexicano para recuperar el control en amplias regiones del país y frenar la producción y envío de fentanilo a los Estados Unidos. En este contexto, etiquetar a los cárteles como terroristas abre la puerta a una nueva realidad inquietante: Estados Unidos podría justificar operaciones militares en territorio mexicano bajo el pretexto de proteger su “seguridad nacional”, sin requerir autorización de México.

Las consecuencias de esta designación serían devastadoras. En lo militar, facilitaría incursiones directas: tropas especiales, ataques con drones y una presencia permanente de fuerzas extranjeras en suelo mexicano. En lo económico, las sanciones y presiones pondrían en jaque la estabilidad del país, obligándolo a aceptar condiciones cada vez más desfavorables en acuerdos como el T-MEC. En el ámbito de la seguridad interna, lejos de reducirse, la violencia podría intensificarse con cárteles dispuestos a confrontar tanto a las fuerzas nacionales como a las extranjeras, sumiendo al país en un caos mayor.

Frente a este panorama, el Estado mexicano parece acorralado entre dos opciones igual de destructivas: ceder ante la intervención extranjera o sucumbir al control de los cárteles. Ambas implican una pérdida irreparable de soberanía y un daño profundo al tejido social.

¿Existe una alternativa? Sí, pero exige un México unido y decidido, algo que hasta hoy, como en el pasado,  parece inalcanzable. La historia nos ha demostrado que la intervención extranjera nunca ha resuelto nuestros problemas, pero también que un Estado débil es incapaz de garantizar paz y justicia. Estamos en un cruce de caminos, y la inacción tendrá un costo altísimo. Es hora de no olvidar el pasado y enfrentar con firmeza los desafíos del presente.

Por Editor

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