Los mexicanos nos hemos acostumbrado a todo, incluso a lo inadmisible. Nuestra clase política, siempre dispuesta a servir al poder en turno, es capaz de caer en las más bajas prácticas de la ruindad. A menos de un mes de la llegada del nuevo gobierno, vemos cómo el segundo piso de la llamada 4T se construye a toda velocidad con ataques a los principios democráticos y al estado de derecho. Dos ejemplos alarmantes de ello, son la “tómbola judicial” y el concepto de “supremacía constitucional”.
La tómbola judicial, de la que se ha hablado extensamente, representa un intento descarado de minar la independencia judicial. Mientras solo los trabajadores del Poder Judicial se han manifestado en contra, muchos ignoran los riesgos que esto implica. Como siempre, la respuesta de la sociedad es de una bajísima intensidad. Las asociaciones de abogados no hacen más que emitir lastimosos lamentos, pero nada más. El sorteo de jueces, lejos de democratizar el sistema judicial, convierte el proceso en una burla que amenaza la integridad del sistema de justicia y las garantías ciudadanas.
La “supremacía constitucional” abre la puerta a cambios profundos que ponen en riesgo el equilibrio entre los poderes y por lo tanto a la democracia. Los promotores de estas reformas son políticos experimentados en la manipulación y el control: Adán Augusto López y Gerardo Fernández Noroña lograron que la mayoría oficialista aprobara la propuesta de reforma en el Senado; Ricardo Monreal, en la Cámara de Diputados, lo hará en los próximos días.
Con la tómbola judicial han intentado justificar la elección aleatoria de jueces bajo el lema de “democratizar” la judicatura. En realidad, buscan imponer jueces afines que respalden las ambiciones políticas del régimen actual. Bajo el pretexto de “nivelar” las condiciones que el pueblo les ha impuesto por mandato, buscan más bien beneficios personales que cabrían perfectamente en el antiguo grito de los comunistas mexicanos de: “contra los ricos, hasta emparejarnos”.
La “supremacía constitucional” es, en términos prácticos, una concentración del poder en el ejecutivo, eliminando los contrapesos que tradicionalmente representaba el Poder Judicial frente a los otros dos poderes. Esto nos devuelve a una era en que la Presidencia controlaba cada aspecto del sistema político. Sin el Poder Judicial como contrapeso, nada garantiza el respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos, y el gobierno tiene la puerta abierta para hacer lo que le convenga.
Además, un cambio tan radical en la estructura jurídica del País, podría entrar en conflicto con tratados internacionales de derechos humanos y de comercio que México ha ratificado, exponiendo al país a sanciones o cuestionamientos en la arena internacional. El desmantelamiento de la capacidad del Poder Judicial para actuar como contrapeso efectivo fomenta una cultura de impunidad y abuso de poder, dejando a los ciudadanos vulnerables ante decisiones arbitrarias sin medios efectivos de defensa.
La oposición, desorganizada y débil, no ha logrado nada más que evidenciar su falta de capacidad y liderazgo. Muchos de sus representantes se han convertido en los peores detractores de sus causas, y en este contexto, cualquier intento de resistencia política resulta imposible. Nuestros derechos fundamentales no deben depender del capricho político ni de una tómbola de suerte. Ni tampoco de una oposición flaca y sin esperanza.
Estas nuevas “reformas” están destruyendo, de un plumazo, la ya de por sí desgastada confianza de sectores económicos en el gobierno. Estas decisiones auguran la ruina de una democracia desnutrida, pero democracia al fin. El colapso del estado de derecho empieza cuando la justicia deja de ser independiente y es manipulada por los políticos en turno.
Como siempre, las cosas pueden empeorar; si ya el sistema judicial estaba en crisis, ahora el panorama es aún más sombrío.
Por Carlos Román