Desde hace tiempo he sostenido que, cuando el Estado de derecho fracasa, lo que prevalece es la ley de la selva. La reciente reforma judicial aprobada no va a corregir la crisis que afecta tanto a las instituciones como a la confianza ciudadana en el sistema de justicia. La corrupción, el nepotismo, la ineficiencia, la injerencia política y el abuso de poder son prácticas que han debilitado las bases del sistema judicial, creando un vacío que beneficia a quienes controlan el poder, directa o indirectamente.
Lo más preocupante de esta reforma es que elimina la carrera judicial. Ahora, los jueces no serán los más preparados ni los mejor capacitados para garantizar la libertad, el patrimonio, la familia y el honor de los ciudadanos. En lugar de asegurar que la ley se aplique de manera justa y equitativa, las decisiones judiciales podrían manipularse según los intereses de aquellos que tienen el control de los jueces.
Un político y un juez son figuras con roles y responsabilidades muy diferentes. Mientras que los políticos suelen ser figuras públicas que responden a intereses partidistas, y en su mayoría son aplaudidores del poderoso en turno, los jueces deben pasar por un riguroso proceso de formación para poder juzgar con imparcialidad. Sin embargo, esta reforma abre la puerta para que cualquiera, con el respaldo adecuado ocupe un puesto en el poder judicial, sin importar sus credenciales o su conocimiento del derecho.
La solución a nuestros problemas no está únicamente en aprobar nuevas leyes, sino en su correcta implementación. A lo largo de nuestra historia, las reformas tienden a ser utilizadas como herramientas de control político, pero es la falta de voluntad política lo que genera una desconexión peligrosa entre las leyes aprobadas y la realidad cotidiana. En este entorno, la impunidad sigue siendo la regla, no la excepción.
La “ley de la selva”, en la que prevalece la voluntad del más fuerte, no puede ser la norma en una sociedad que se dice democrática. El Estado debe emplear su fuerza para proteger a sus ciudadanos y garantizar la justicia, no para perpetuar la corrupción ni el abuso de poder.
Un ejemplo de este deterioro se ve en la creciente influencia de los grupos delictivos en diversas regiones del país, Sinaloa es el ejemplo más reciente. Mientras las instituciones judiciales se debilitan, el crimen organizado se expande, llenando el vacío de poder que deja el Estado. Este es un síntoma claro de la crisis de legalidad en la que vivimos: cuando no hay justicia, quienes poseen los medios para imponer su voluntad toman el control.
No debemos permitir que la corrupción y el desprecio por la ley sigan definiendo nuestro país. El colapso de nuestras instituciones es una amenaza real, y sin ellas no tenemos un sistema que nos proteja como sociedad. En este contexto, la reciente reforma judicial solo promete profundizar la desilusión y el desencanto de un sistema con fallas sistémicas.
Es fundamental recordar que la justicia no es solo un ideal, sino un pilar sobre el cual se sostiene el progreso de cualquier nación. Sin justicia, no hay orden; y sin orden, no hay paz ni desarrollo. La reciente reforma judicial, lejos de ser la solución a la crisis del Estado de derecho en México, parece más bien otro paso hacia el despeñadero.
Como una maldición que se repite, seguiremos hablando de desterrar la corrupción solo en los discursos oficiales. Sin seguridad jurídica y sin un compromiso real por parte de las autoridades para actuar con ética y responsabilidad, seguiremos viviendo en un México sin ley.
Por Carlos Román.