La democracia que tanto costó edificar se desmorona arrastrada por la mezquindad y la ambición desmedida de una clase política que, en su pragmatismo y con el fin de complacer al autócrata, ha caído en el cinismo más descarado.
Esta corrupción moral y ética de la política no es un fenómeno aislado; se extiende desde los más altos niveles de gobierno, empezando por el Palacio Nacional, hasta los rincones más recónditos del país, donde regidores y funcionarios locales no escapan a la podredumbre. Esta clase política, sin freno ni contrapesos, ha mostrado una disposición alarmante a revolcarse en el lodo de la corrupción para mantener sus privilegios y cuotas de poder.
En un contexto de abyección y servilismo, lo que en otros tiempos podría haber sido considerado escandaloso o vergonzoso, hoy es la norma. Con el único objetivo de complacer al presidente o presidenta en turno, nuestros “insignes políticos” se revelan como figuras insignificantes, carentes de ética y de cualquier atisbo de integridad. Morenistas, Ecologistas, Panistas, Priistas y otros actores políticos desnudan, sin rubor alguno, lo peor de la condición humana: la de un político sin ideas, sin moral, y sin un mínimo de entendimiento sobre las consecuencias de sus actos.
Desde la cúspide del poder, se teje un diseño perverso y calculado que amenaza con desmantelar el sistema democrático que, aunque imperfecto, ha sido un faro de esperanza para muchos mexicanos. Este proyecto no es para el pueblo, como cínicamente afirman sus promotores, sino para ellos mismos. La verdadera lucha que libran no es por el bienestar, sino por el control de los recursos y el poder que representan el botín que planean repartirse.
Uno de los últimos bastiones que necesitan derribar para consolidar su proyecto autoritario es el poder judicial. Sin un poder judicial independiente, regresaremos a un modelo de partido hegemónico que muchos creían enterrado, pero que algunos ven con nostalgia. La eventual desarticulación del poder judicial no solo será un retroceso en términos de equilibrio de poderes, sino el golpe final para la democracia mexicana; para la relación económica con el exterior, particularmente con nuestros vecinos del norte y para la defensa de los derechos de los mexicanos.
No hace falta ser adivino para prever que será el priismo o el extinto perredismo quienes proporcionarán los tres votos necesarios en el Senado para consumar esta ejecución. La cultura política priista, inmutable en su esencia, sigue siendo la mano de obra calificada para las chapuzas más vergonzosas. Lo he dicho antes y lo repito ahora: salvo contadas excepciones, la mayoría de estos personajes son cleptómanos, adictos al poder y a la corrupción. Por su parte, el panismo, con una alarmante carencia de líderes de peso a nivel nacional y regional, acosado por un pasado de corrupción en los gobiernos que ha tenido a su cargo, se ha convertido en un espectador pasivo, sirviendo así al partido en el poder.
Estamos presenciando, una vez más, el tránsito de la sorpresa a la certeza, de la pluralidad al dogma de la uniformidad. Son tiempos de villanos, en los que asistimos impotentes al entierro de las instituciones que alguna vez conocimos, para dar paso a otras que, muy probablemente, serán incapaces de resolver los problemas estructurales que nos aquejan: la inseguridad, la pobreza y la lacerante injusticia. Estos son problemas que, por mucho que lo intenten maquillar con discursos vacíos, no se van a resolver por decreto.
Finalmente, será interesante observar qué harán, ante la inminencia del desastre, los llamados “megáricos”, aquellos personajes que, sin importar las circunstancias, siempre caen de pie y cuyas verdaderas lealtades se encuentran solo en sus intereses personales. Ellos, al igual que muchos otros en la clase política, estarán dispuestos a adaptarse a la nueva realidad, sin importar el costo para el país.
Por Carlos Román