No se puede cambiar la realidad por decreto. No hay reforma legal, incluso a nuestro marco constitucional, por bien intencionada que sea, que acabe con el retraso, rezago y corrupción que impera en los poderes judiciales, porque no solo es el federal, sino que lo peor está en los estados. Se ha dicho hasta el cansancio que para que en verdad exista un estado de derecho, en el que sea el imperio de la ley lo que prevalezca, se necesita obligadamente de un Poder Judicial autónomo de los otros poderes, pero también de los partidos.

Decimos esto porque en varios estados de la república prevalecen los acuerdos cupulares para que sean los partidos políticos y, en algunos casos, hasta factores de poder como las universidades, quienes designan a jueces y magistrados, por el mecanismo de cuotas y cuates. Esta es la realidad que vivimos en cuanto al poder judicial.

Entonces, si la reforma va, porque así será, la vía electoral para la designación de jueces, magistrados y ministros es mejor que la actual, porque nos deja por lo menos la posibilidad de conocerlos y, en caso de ser necesario, objetarlos y castigarlos en las urnas.

La profesionalización, que es indispensable para ser juez, con la reforma pasa a segundo plano. Por lo tanto, si necesitamos buenos jueces, no podemos eliminar este requisito indispensable. Si no se logra garantizar que solo aquellos que cumplan con lo necesario en cuanto a su capacidad profesional para que lleguen a ser jueces, la reforma judicial que viene, nos guste o no, llevará implícita desde su nacimiento la impunidad y la corrupción que pretende eliminar. Los pocos buenos y excelentes juzgadores que trabajan por vocación, devoción y principios seguramente dejarán de ser jueces y, en su lugar, llegarán quienes, al ganar una elección, ya estén comprometidos con sus patrocinadores. Lo triste es que la justicia seguirá siendo un negocio.

La reforma por la que deberíamos estar trabajando es aquella que busque erradicar de una vez y para siempre la existencia de esos personajes que, al amparo del padrino encumbrado, hacen de la justicia una mercancía susceptible de ser comprada por el mejor postor. Ese efecto de la justicia como negocio hace que corrupción e impunidad vayan de la mano porque, fatalmente, si la justicia se compra, continuaremos viviendo una realidad en donde la ley del más fuerte y poderoso predomina. Nuestra historia reciente está llena de este tipo de personajes oscuros: mercenarios de la justicia.

Para abordar estos problemas de manera efectiva, es necesario entender las raíces profundas de la corrupción y la impunidad en nuestro sistema judicial. Esto requiere un enfoque multifacético que incluya no solo la profesionalización y el buen pago de los jueces, sino también una vigilancia constante y efectiva de sus actuaciones. Además, es fundamental establecer mecanismos de rendición de cuentas que sean transparentes y accesibles para la ciudadanía.

Más que la aduana de las urnas, a los jueces se les debe mantener en funciones  mediante una rigurosa y periódica medición de su desempeño, asegurando que quienes no cumplan con los estándares esperados sean removidos de sus puestos. Los jueces deben ser seleccionados por sus méritos y su integridad, no por sus conexiones políticas. Asimismo, es necesario proteger a los jueces de presiones externas que puedan comprometer su imparcialidad y autonomía.

Una reforma judicial integral debe contemplar el fortalecimiento de la Fiscalía. Una fiscalía autónoma y eficiente es indispensable para combatir la corrupción y la impunidad. Esto, hoy en día, no existe y es uno de los fracasos más graves que serán parte de la carga que dejará el gobierno que termina. A ver si en el próximo se puede garantizar que las actuaciones de la fiscalía no continúen reflejando “un total desprecio al estado de derecho, al que como representante social, tiene el deber y obligación de respetar”, y se alejen de una vez y para siempre de los afanes de venganzas personales de su titular.

Por Carlos Román

Por Editor

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