Vivimos desde hace muchos años con una sensación de miedo por la ausencia de seguridad pública. Son ya cientos de miles de muertos y desaparecidos que día a día aumentan la espeluznante estadística de la violencia en México. Nadie en su sano juicio puede afirmar que vayamos bien. Cuantas masacres de una bestialidad sin límite suceden a diario. Jóvenes mujeres masacradas por locos, decenas de ejecuciones, cuerpos desmembrados, dolor y gritos sin respuesta de madres buscadoras, son las escenas cotidianas de nuestra amarga realidad. Se ha perdido la capacidad de asombro e indignación ante la brutalidad infinita de los criminales. El sadismo y horror son la constante. El miedo paraliza y más aún cuando hay razones y causas suficientes para sentirlo.
Una sociedad con miedo es una sociedad inmovilizada, sin futuro. ¿Para que mantenemos un gobierno ineficiente que no puede ni podrá erradicar este cáncer? La fuerza del Estado existe para que podamos vivir sin miedo de perder la vida, para que se respete nuestra propiedad, para que se preserven nuestros derechos humanos. Son ya lustros de ver como los cadáveres ya no caben en las morgues, como película de terror se amontonan en camiones o se ocultan en fosas clandestinas. Vivimos en estado de indefensión porque el miedo recorre las ciudades, los pueblos y el campo. Las políticas públicas en materia de seguridad de los últimos cuatro sexenios han demostrado una y otra vez su total fracaso, su inoperancia. Desde la guerra de Calderón hasta los abrazos de López Obrador, todos han sido incapaces ante la magnitud del problema para ofrecer soluciones y resultados. El Ejército y su prestigio están en la calle. En las noticias sólo se habla de asesinatos y muertos y no es un complot, es la crónica diaria de los hechos que siguen sin cambio.
México es otro, nuestros problemas de seguridad están por encima de la capacidad del estado para resolverlos, además es evidente que no hay voluntad para hacerlo. Las policías hace mucho que se encuentran rebasadas e infiltradas. No sabemos si temerle más a la policía que a la delincuencia. Cuando en grandes regiones de la República mandan los delincuentes y no hay ley ni gobierno que la aplique, tampoco existen los ciudadanos con derechos y obligaciones que ejercer y que cumplir. La violencia acaba con la democracia.
No me explico como la oligarquía, los ricos de verdad, los verdaderos dueños del País, permitieron que la inseguridad haya llegado a desbordarse hasta los niveles de hacer inviable generar negocios a futuro. Donde no hay seguridad no hay inversiones y tarde o temprano la economías se desploma. Es difícil entender por qué los más ricos entre los ricos, tan capaces para acrecentar sus capitales y su pertenencia a los círculos más cercanos al poder, no lo fueron para señalar y exigir que se arreglaran estos problemas. En nuestro país, la autonomía de la clase política ante la oligarquía ha sido casi inexistente. La cercanía de la oligarquía con lo más alto del poder, los hace también partícipes de su fracaso.
La oligarquía como cada seis años, empieza a deslindarse después de haber incrementado de forma obscena sus ganancias. El capital está listo para cambiar de barco, abordará aquel que les garantice seguir acumulando la riqueza del país. Lo cierto es que estos ricos por obra y gracia de las concesiones públicas que les han otorgado, se han ganado los mismos adjetivos que el gobierno o mejor dicho de los gobiernos que los han hecho posibles: ineficacia, ineficiencia e incapacidad.
El diablo anda suelto desde hace muchos años; desde siempre dirían muchos, es una verdad bíblica. Pero el infierno que tenemos hoy, condena a miles de jóvenes a un futuro sin opciones, sin oportunidades. Muchos pasaran a ser solo un número más de la estadística. Hoy tenemos un país en cuyas ciudades, carreteras, caminos no podemos vivir y transitar sin miedo. Un país con cada vez menos ciudadanos y más súbditos.
Por Carlos Román.