Terrible es que el día que te mueres, todos quieran que te vayas al infierno.
En días pasados, al estar organizando los pocos libros que tengo, encontré en una caja abandonada un texto que en mi juventud utilicé para estudiar la materia de derecho penal escrito por el doctor Fernando Castellanos Tena. Que suerte la mía por haber tenido a esos grandes maestros. Si estuvieran vivos, se morirían de nuevo ante la tristeza de ver como se ha deteriorado todo el sistema jurídico mexicano en el que creyeron y en particular el derecho penal. Este gran jurista nos hacía ver la importancia de la función de los jueces para imponer penas a los delincuentes y evitar que cada quien se haga justicia por propia mano, porque solo así es posible construir una sociedad y una vida civilizada.
La obra del maestro Castellanos Tena, “Lineamientos Elementales de Derecho Penal” vio su primera edición en el año de 1959. Ha servido a miles de estudiantes de derecho durante varias décadas. Después de tantos años, recuerdo como si fuera ayer aquellas clases en las que el Maestro explicaba las diferencias de las escuelas penales, particularmente entre la escuela clásica y la escuela positiva.
La primera de ellas establecía que los hombres al tener libre albedrío, podemos decidir en libertad y elegir entre lo que consideramos correcto y lo que no. Por su parte la escuela positiva, establecía que el hombre estaba predeterminado por ciertas características y rasgos físicos que como fatalidad inexorable, determinaban el destino de quienes las compartieran, y tarde o temprano cometerían alguna conducta penal sancionada por las leyes. Ambas teorías fueron la base para construir un sistema penal que en teoría debería ser más humano. Pero en México, por la corrupción de siempre, no sucedió así.
Ante los avances de la ciencia, podemos establecer que la genética nos programa y nos define. Eso puede explicar porque la violencia que vivimos va más allá de cualquier límite. Nuestro pasado indígena está lleno de rituales inhumanos. Los sacrificios que se hacían para complacer a sus dioses, eran conductas y actos dantescos que desgraciadamente hoy seguimos observando. La crueldad de los delincuentes los convierte en seres atávicos con regresión al salvaje, como lo enseñaba el Ministro Castellanos al citar al autor italiano César Lombroso.
México se caracteriza porque sus delincuentes son capaces de generar actos verdaderamente diabólicos y quedar impunes. Hay crímenes aborrecibles, el homicidio, la violación, la trata, pero el peor es el secuestro, ya que es una tortura que genera un infierno de incertidumbre y ansiedad para la víctima, pero sobre todo a su familia. Lleva a toda la sociedad a su destrucción, por eso los secuestradores son seres despreciables.
El secuestro es un delito propiciado en ocasiones por las mismas autoridades. No hay un peor acto de corrupción que aquel que exhibe a los secuestradores como parte de las mismas instituciones de procuración de justicia y peor aun cuando lo hacen para satisfacer venganzas personales. Son secuestradores con charola. Pero si no es posible en este mundo que se castigue a esos corruptos, tendrán el día de su muerte que enfrentar el juicio ante el Dios de la justicia, el Dios furioso: el Dios del Antiguo Testamento.
En una sociedad civilizada nadie tiene derecho de atentar contra la libertad de otro. El fin de la ley y del Estado es proteger la vida y la libertad como el mayor bien social.
Para quienes sin recato alguno usaron su poder y su fuerza para trasgredir la libertad de otros, para secuestrar a otros, merecen el repudio social, el castigo de la ley y el estigma trascendente. Una familia secuestrada es una familia destrozada, más cuando el secuestro viene del Estado mismo. Un Gobierno que tolera esas conductas no tiene razón de existir. La ley es la ley, aunque no les guste.