Que grave ha resultado la corrupción del lenguaje por parte de aquellos que tienen en la palabra, el instrumento por excelencia para hacer política. Las ofensas sin límite nos han llevado a dejar a un lado el diálogo como fundamento de la política para llegar hasta el extremo de judicializar la democracia.

La descalificación y el insulto sistemático como respuesta a toda crítica, a todo cuestionamiento por menor que sea, solo se explican para tratar de mantener una popularidad que permita justificar el fracaso de un gobierno que ahora tiene miedo de perder por la fuerza de la democracia, los votos que ésta le dio en el pasado para transformar al País. La gente voto por menos corrupción, menos impunidad, menos inseguridad. El gobierno del que se esperaba mucho está dejando un País en peores condiciones de las que teníamos hace cuatro años y eso ya es mucho decir. El voto de castigo y del arrepentimiento existe y puede ser abrumador. Lo saben y por eso su desesperación.

Para la nueva élite gobernante, es fácil señalar a los culpables de nuestros males. La justificación se encuentra en los actos de aquellos que en el pasado hundieron al País en la violencia y corrupción. Hoy repiten una y otra vez, que fueron los conservadores el origen de todo lo malo y son la causa del actual fracaso. No hay el más mínimo sentido de autocrítica. Si esto se repite todos los días, a todas horas por parte del presidente y su coro de aduladores que lo rodea, muchos acabarán creyéndolo, pero muchos más, ya no, y con desencanto estamos viendo que el voto que dimos en el 2018, fue otro fracaso, otro sexenio perdido, otra esperanza fallida.

Pero además del pasado, también se culpa a los organismos e instituciones publicas que no se encuentran en la égida del ejecutivo como el INE y el Poder Judicial. El primero ahora depende de lo que resuelva el segundo sobre el llamado Plan B que busca destazarlo. Así en este gobierno seremos testigos ya no solo de la judicialización de la política, sino de la resolución judicial que salve o condene a todo el régimen democrático que nos hemos dado con mucho esfuerzo. Eso debe perturbarnos y ocuparnos para que no suceda.

Contar con un Poder Judicial autónomo es indispensable para combatir la impunidad que lleva implícita la corrupción. Pero como la autonomía molesta al gobierno, la respuesta es el ataque cotidiano contra jueces, magistrados y ministros. Porque actuar en apego a la ley, a veces implica emitir sentencias que no gustan a muchos, máxime si están acostumbrados a hacer lo que su voluntad dicte o tener en la procuración de justicia, la fuerza del estado para doblar a los no sometidos, cobrar antiguos agravios y venganzas personales o de plano encarcelar, amordazar y hacer capitular al oponente. Estas amenazas se hacen con el ánimo de limitar la autonomía de los juzgadores para que sus resoluciones no exhiban la impericia o el uso faccioso de la fuerza del estado cuando así les conviene.

Nuestra vida democrática en lugar de consolidarse va dando tumbos, está sometida a tremendas presiones por quien mediante el poder engaña y miente. Pero hemos visto como la dimensión de lo ciudadano empieza a despertar y tomar forma. Ya no será tan fácil que se cumpla cualquier despropósito de este y de otros gobiernos. Erróneamente se subestimó la dimensión de la clase media como sector fundamental de cualquier sociedad, es ella la que inicia el cambio o mantiene un régimen. Ya no son súbditos.

Seguramente este despertar ciudadano obligará a los partidos políticos de oposición a contrarrestar el anti-partidismo que se ganaron a pulso, por el inmenso cinismo de sus dirigencias de ayer y de hoy. Esperemos que se porten a la altura y puedan cambiar sus intereses inmediatos por el interés de la Nación que demanda contrapesos. Dejar todo en los hombros de la Suprema Corte, no alcanzará para salvar la democracia, por ello, con la fuerza de la gente, se debe imponer la fuerza de la verdad. Ha sido mucha mentira. ¡Ya basta!

Por Carlos Román

Por Editor

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