Hay un instante —inevitable, absoluto— en que toda soberbia humana cae como torre derrumbada. Es la hora final, cuando los actos son pesados en la balanza y cada palabra, cada injusticia, cada traición se convierte en testimonio. Es el momento en que el hombre se descubre solo ante Dios, y para algunos —los peores— no será ante el Dios compasivo que en la cruz pidió perdón para sus verdugos, sino ante el Dios terrible del Antiguo Testamento: el que separa la luz de las tinieblas, el que abre caminos en el mar y también los cierra sobre los soberbios. El Dios que castiga, que ahoga, que incendia, cuando la justicia de los hombres ha sido usada para hacer el mal y para la venganza.

Hemos visto en los últimos años cómo fiscales y gobernadores sin ética alguna torcieron la ley para dar rienda suelta a sus ambiciones más oscuras. Se sintieron intocables. Eternos. Dueños del destino de otros. Hombres sin freno moral, sin límite ético, sin temor a nada.

Pero hay una verdad que la historia repite como advertencia: cuando desaparece el temor de Dios, desaparece la contención del mal. Y cuando el mal se desata, ya no reconoce fronteras. Se persigue por capricho; se acusa y se destruye por codicia. Se arrasan familias enteras con la frialdad del burócrata que firma una orden sin mirar. Se fabrican culpables. Se condenan inocentes. Se mutila la justicia para convertirla en espejo de su propio resentimiento.

Y en medio de todo ese escenario del mal, surge una figura aún más infame: el hijo que, enceguecido por la ambición y por la sed de venganza, desea ver a su madre y a su padre en la cárcel. Ese hijo que cambia el honor por la intriga, la sangre por el botín, la lealtad por la herencia anticipada. No entiende —porque su ambición y su odio lo han vuelto ciego— que no existe acto más repulsivo ante los ojos de Dios ni de los hombres que intentar destruir a quienes le dieron la vida. No hay caída más baja.

Para todos ellos —los poderosos sin límite y los hijos sin moral— llegará la misma hora. No la del tribunal que manipularon; no la de los operadores que compraron; no la de los cómplices que los protegieron. La hora del juicio verdadero, el que no admite sobornos ni influencias, el que no responde a presiones ni negociaciones. El juicio en el que solo cuenta la verdad desnuda de lo que hicieron cuando nadie podía detenerlos.

En ese día —que para algunos ya ha llegado— no habrá expedientes acomodados ni jueces a modo. Solo quedará el peso de sus actos. Ese será el momento en que entenderán lo que negaron toda su vida: que el poder y la impunidad no son escudos eternos.

La historia es implacable. La memoria de quienes sufrieron los alcanza. La ley que torcieron vuelve a erguirse. Y el Dios terrible, el de las páginas antiguas, el que castigaba a los arrogantes con un solo gesto, se hace presente en el silencio final: sin plagas, sin rayos, sin montañas partidas o mares abiertos. Le basta una sola pregunta:

¿Qué hiciste con el poder que se te dio?

Deberán dar cuenta por el dolor que causaron, por las vidas que arruinaron, por la justicia que profanaron. Y a uno, el peor, le preguntarán cómo fue posible que  deseara la prisión de sus padres para satisfacer su ambición.

Y entonces, sin operadores ni cómplices, cada uno deberá responder.

Porque el día del juicio no es metáfora. Es el momento en que la historia se cansa. Y cuando la historia se cansa, Dios habla. Ese es el día del juicio.

Y ya viene.

Por Carlos Román

Por Editor

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