Alejandro Gertz Manero no renunció. Fue cesado, removido y exhibido como un personaje que pasó de ser el fiscal más poderoso —y más temido— del país a un burócrata que salió por la puerta de atrás, no sin antes haber incendiado la pradera. Después de siete años de convertir la Fiscalía General de la República en su despacho para litigar sus perversos rencores y en un laboratorio de venganzas personales, su ciclo —después de demasiado tiempo— terminó.

Gertz no cayó por sus abusos; cayó porque ya era imposible sostenerlo. Ni el gobierno que lo blindó, ni los legisladores que lo celebraban ni los opinadores que lo aplaudían cada vez que perseguía al “enemigo correcto” pudieron salvarlo. Su remoción es el epílogo de una gestión que corrompió el significado mismo de la procuración de justicia, de la autonomía y de la ética pública.

Desde el principio, las señales estaban ahí: un académico acusado de plagio que construyó prestigio con trabajo ajeno; un funcionario que confundió el Estado de derecho con la extensión de su voluntad; un hombre atrapado en obsesiones personales, capaz de movilizar el aparato penal contra una familia —la suya— mientras dejaba olvidados expedientes de corrupción, crimen organizado y violaciones graves a derechos humanos, muchos de ellos cometidos por la propia FGR.

México inauguró su era de fiscalía “autónoma” con un personaje despreciable. No es exagerado afirmar que su temperamento —su verdadera ideología— tuvo siempre más parentesco con el nazismo que con la legalidad democrática. Los audios filtrados en los que presiona a ministros, anticipa resoluciones y presume influencias lo exhiben sin margen de duda. Desde el poder, redujo la Fiscalía a un instrumento personal para litigar obsesiones, venganzas y odios añejos; un aparato del Estado convertido en la prolongación de sus fobias. Puso la fuerza del Estado a su servicio para procesar sus odios y resentimientos atávicos.

Esa cultura del atropello no fue un accidente. Fue un sistema: un entramado que permitió perseguir científicos mientras se negociaba en silencio el caso Lozoya. Sin pudor alguno, ilegalmente violó el principio de cosa juzgada para perseguir a la familia Jenkins con el fin de apropiarse de la UDLAP, operando de facto como el brazo armado de un conflicto de intereses vergonzoso, donde la Fiscalía dejó de ser garante del Estado de derecho para convertirse en instrumento de una disputa patrimonial privada. Ese episodio no fue solo abuso; fue una advertencia. La demostración de hasta dónde estaba dispuesto a llegar cuando confundía lo público con su ambición personal.

Y todo mientras nunca pudo —o nunca quiso— enfrentar a los poderes reales de la criminalidad. Lo suyo era perseguir y encarcelar a mujeres de la tercera edad.

Lo que nunca hizo es incluso más grave que lo que sí hizo: no modernizó la institución, no profesionalizó al personal, no ordenó procesos, no fue autónomo y no procuró justicia. Dejó una Fiscalía opaca, ensimismada y corrupta hasta la médula. El país se quedó sin procuración de justicia y la arbitrariedad se convirtió en costumbre.

Pero el verdadero problema no es solo Gertz. Es el país que permitió a un hombre de 86 años operar la justicia como si fuera un feudo. Es el poder que lo sostuvo pese a todas las evidencias. Es la cultura política que convirtió a la Fiscalía en refugio de delincuentes, empezando por su titular. Una Fiscalía que mostró un total desprecio por el Estado de derecho.

Hoy, la FGR tocó fondo. Ahora deben demostrar que el cambio de titular es lo primero para recuperar la confianza. Su salida era necesaria, sí. Pero solo los actos futuros podrán limpiar el cochinero. Se cierra, tarde y mal, un capítulo que nunca debió escribirse.

Yo sigo creyendo en la procuración de justicia, pero no en esa: no en lo que vivimos estos años. Si no desmantelamos la estructura que permitió al fiscal faccioso reinar sin límites, su salida será apenas un trámite. Un paréntesis. Un espejismo.

Un país que normaliza la ilegalidad no tiene un Gertz: tiene muchos. Y siempre habrá otro esperando turno.

Cambiar al fiscal es fácil. Cambiar al país que lo toleró es lo difícil.

Por Carlos Román.

Por Editor

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