El Partido Acción Nacional dice “relanzarse”. No sabemos adónde, pero convocó a sus simpatizantes mediante las palabras “Patria, familia y libertad”, como si el país no estuviera ya cansado de fanatismos. Esa trilogía, lejos de inspirar un proyecto republicano, huele a conservadurismo. No hay modernidad en esa consigna: hay nostalgia, miedo y un afán de pureza que recuerda más a la sotana que al Estado de derecho.

El panismo no se está relanzando: se está replegando. Busca en la tradición una legitimidad perdida entre escándalos, derrotas y pactos con el poder económico. Lo que alguna vez fue una oposición seria se ha reducido a una plegaria para encubrir la corrupción que juró combatir y terminó practicando.

El PAN, como todos los demás, abandonó principios por presupuesto. Lo que anuncian no forma parte de una autocrítica ni de un examen de conciencia, sino del ánimo de ocultar la carencia de ideas. No hay reflexión ni doctrina: sólo temor por la supervivencia. Es un relanzamiento al vacío, una maniobra sin dirección ni contenido que exhibe más desesperación que propósito.

La historia enseña que los partidos que confunden el poder con la fe terminan perdiendo ambos. La libertad que predican algunos de sus nuevos portavoces no es la libertad republicana que garantiza derechos y límites al poder, sino una libertad excluyente y autoritaria que pretende imponer un credo. Libertad que atenta contra otras libertades no es libertad. Y el PAN de hoy coquetea con esa frontera peligrosa: la del fanatismo y la ultraderecha, tan intolerante como la otra cara de la moneda, la que hoy gobierna. Al final, los extremos se tocan; sólo espero que no se abracen.

Nada queda del pensamiento liberal de Manuel Gómez Morin ni del humanismo social de Efraín González Luna. El lenguaje de este relanzamiento evoca más una campaña publicitaria que una transformación institucional. El panismo, que alguna vez representó una reserva ética frente al autoritarismo, se ha vuelto una derecha que se mira en el espejo del fascismo con la excusa de defender principios que invoca, pero traiciona. Es un salto hacia atrás: una derecha sin liberalismo, sin futuro y sin humildad para reconocer sus errores.

Lo dicho por Fernández Noroña sobre Roberto Gil Zuarth lo resume todo: el mismo que se presentó como conciencia moral del panismo habría buscado cobijo en Morena para obtener una candidatura plurinominal. El silencio del partido ante ese intento de transfuguismo es su verdadera acta de defunción moral. Ninguna organización que tolere semejante oportunismo puede hablar de relanzamiento. Quien busca cobijo en sus adversarios no es un converso: es un oportunista. Quien vende sus principios por una curul no busca un proyecto de nación: busca puesto y presupuesto.

Relanzar un partido es expulsar de sus filas a los impresentables y construir una oposición moderna, capaz de sostener un discurso de derechos, justicia y legalidad. El panismo necesita menos poses y más república; menos dogma y más razón; menos símbolos y más ideas.

La ciudadanía no exige pureza: exige coherencia. Si el PAN quiere sobrevivir, debe dejar de adorar a sus santos y empezar a formular propuestas posibles.

El verdadero problema del panismo es su vacío moral: ese hueco donde antes hubo principios y hoy sólo quedan ambiciones. Ese silencio cómodo que perdona a los suyos mientras condena a los otros. Esa doble moral que bendice la corrupción si viste de azul.

Y cuando un partido pierde su moral, deja de ser opción. Lo que el PAN llama relanzamiento es, en realidad, su epitafio: el último intento de un cuerpo que todavía se mueve, pero cuya alma —la de los valores, la de la coherencia, la de la verdad— hace tiempo que murió.

Por Carlos Román.

Por Editor

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