El huachicol dejó de ser un asunto de ordeñar ductos y llenar pipas para convertirse en un sistema económico diversificado, con redes de fachadas factureras, huachicol fiscal y contrabando de armas que drenan miles de millones del erario y socavan la seguridad nacional.

Durante años se pensó que el Ejército y la Marina eran la última muralla de la República. Esa imagen se está resquebrajando. Ya no hablamos de tropa tentada por ingresos austeros, sino de mandos que, de día, encabezan ceremonias con uniforme de gala y, de noche, negocian cargamentos. No es precariedad: es ambición desbordada, un apetito insaciable vestido de disciplina castrense.

El error fue creer que las fuerzas armadas podían convertirse en policía sin pagar un costo. En el contacto cotidiano con la calle, con las mafias y con el dinero fácil, la disciplina militar se erosiona. Se abrieron las puertas para que la institución, antes símbolo de integridad, se expusiera a la misma tentación que hundió a las policías. La frontera entre el marino que combate y el marino que pacta se vuelve cada vez más difusa.

La presidenta se atrevió, y qué bueno por todos. La captura de mandos de la Marina vinculados al crimen es una decisión de enorme riesgo político, porque en un país donde las instituciones civiles están corroídas nadie se había atrevido a tocar el dogma de la incorruptibilidad militar. Esa acción reconoce lo evidente: la infiltración no se combate con más soldados en la calle ni con discursos patrióticos, sino enfrentando la podredumbre en la cúpula.

El huachicol fiscal muestra la magnitud del problema. No se trata de tomas clandestinas: es gasolina que circula con documentos oficiales, facturas apócrifas y permisos avalados. La red funciona con precisión empresarial porque cuenta con cómplices donde más duele: en aduanas, en puertos, en las oficinas que autorizan el paso. Sin ese encubrimiento, la maquinaria criminal no podría mover un solo litro. Con él, la gasolina fluye como si fuera el propio Estado quien la distribuyera.

Lo más grave es que la corrupción en la cúpula no solo erosiona la seguridad pública: también merma la legitimidad del Estado. ¿Cómo pedirle al ciudadano que pague impuestos cuando un almirante protege a contrabandistas que, a su vez, se presentan como vicealmirantes? ¿Cómo exigir respeto a la ley si los custodios de la soberanía pactan con los delincuentes?

No es un problema de sueldos bajos. Ningún salario, por bueno que sea, puede contener a un mando que ha descubierto en el crimen un gran botín, protegido por quienes, desde lo más alto, prefieren mirar hacia otro lado. La ambición se convierte en enfermedad de Estado: genera un poder paralelo, corrompe la jerarquía y pone en riesgo a toda la nación. Por lo pronto, y con las reservas de las versiones dadas a conocer, hay “suicidios” y “accidentes” que han silenciado a quienes saben demasiado.

El reto es brutal. Estos marinos corruptos y solapados han logrado que el uniforme se transforme en disfraz, la bandera en pretexto y la soberanía en mercancía. Lo que sigue no es un Estado fallido, sino un Estado vaciado, reemplazado por mafias que se legitiman con sellos oficiales.

La captura de altos mandos es apenas el inicio. Si el Estado no limpia a fondo, el país quedará atrapado en un espejismo. La Marina fue durante años la institución que más inspiraba confianza cuando las policías se hundían en corrupción. Si no se detiene la infección, perderemos la base misma de la fuerza pública en la que deberíamos confiar. Porque cuando el soldado se convierte en policía, los sobornos hacen que se olviden los principios y la lealtad se vuelve traición.

Por Carlos Román

Por Editor

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