La última sesión del periodo extraordinario de la Comisión Permanente del Congreso terminó exhibiendo la realidad: no solo la de nuestra deteriorada política, sino también la de los ánimos crispados por la polarización que el gobierno ha sembrado en los últimos años. El pleito entre Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña no fue un exabrupto anecdótico, sino la síntesis de una época en la que la política se ejerce desde la provocación y se consuma en la violencia.
Durante años, Noroña se dedicó a gritar para parecer un gato macho, indomable, que a voz en cuello desafiaba a todos. Pero cuando el ruido se convirtió en golpes y el adversario le plantó cara, el gladiador se desfondó. Lo que vimos no fue un político aguerrido, sino a un bravucón que, en cuanto la provocación se convirtió en realidad, salió corriendo como nenaza.
Noroña, el hombre que juraba “no rajarse”, terminó rajándose a la primera. Buscó refugio, escondiéndose detrás de sus lacayos, y el discurso de valentía con el que construyó su personaje se desplomó en segundos.
Alito, cadáver político que se niega a enterrarse, encontró en la gresca el único aire que le queda: la fama de los pleitos callejeros. Como buen priista, sabe que el escándalo da más armas que los argumentos para defenderse del desafuero. Entre insultos y manotazos exhibió una sonrisa cínica que confirma que el PRI hace mucho dejó de gobernar, pero todavía entretiene.
El pleito ratifica que la política no debe ser la supremacía de la fuerza bruta, sino el foro donde la palabra produzca ideas para el desarrollo social y económico de la Nación. Sin embargo, la violencia, en todas sus expresiones, es lo que hemos normalizado. El insulto suplanta al debate y la violencia aparece como consecuencia de la ironía que descalifica y calla las voces que desafinan la narrativa que el gobierno quiere escuchar.
Cuando un senador como Noroña convierte la provocación en regla, el resultado no puede ser otro que el ridículo. Y cuando, además, pretende disfrazar su huida como prudencia, el cinismo se desborda: primero reta, luego corre.
Lo grave no es el pleito, sino lo que revela. La política se ha vaciado de contenido y se ha llenado de odio. Los debates legislativos hoy giran en torno a ver quién insulta más fuerte. Lo que presenciamos es la traducción parlamentaria de lo que ocurre en la calle: cuando los argumentos no alcanzan, los madrazos hablan.
El país vive bajo esa lógica. En el tránsito, en los mercados, en las plazas, la discusión desemboca en golpes… y muchas veces en balas. El Senado simplemente exhibió la misma enfermedad, pero con fuero y reflectores.
El saldo es desolador: un Senado más desprestigiado —si es que eso todavía es posible— y un país que, entre tanta violencia, se queda sin futuro. Noroña terminó exhibido: no como el defensor del pueblo que presumía ser, sino como un provocador que, llegado el momento, salió por piernas… pero no sin llevarse dos o tres buenos sapes. Y Alito encontró en la pelea un breve respiro mediático que no cambia su caída ni la de su partido.
El colofón es claro: en la política mexicana la palabra ha sido derrotada. Y cuando la palabra desaparece, lo único que queda es la violencia… y el espectáculo lamentable de un Noroña huyendo, dejando atrás lo poco —muy poco— que le quedaba a su personaje.
Por Carlos Román.