La democracia en el mundo está en crisis. La mexicana no es la excepción. Ese proyecto siempre inacabado y lleno de promesas rotas ha sido reducido a una bodega de saldos. “Todo debe irse”, parece gritar la clase política mientras remata principios, instituciones y hasta la esperanza. Vivimos en un sistema donde lo que ayer fue conquista ciudadana hoy es mercancía, y lo que debía ser Estado de Derecho se ha transformado en un Estado de liquidación.
Los partidos, que en teoría deberían representar distintas visiones del país, son hoy negocios familiares, franquicias huecas, sin ideas ni propuestas. Intercambiables como fichas, desechables como envolturas. Partidos de pega y despega que lo mismo reciclan expriistas, expanistas, experredistas, como si la historia no pesara. El transfuguismo, que en otras latitudes sería escándalo, aquí se presume como virtud, como audacia. La ideología ha sido sustituida por el oportunismo.
El régimen actual, que prometía depurar la vida pública, ha terminado por aglutinar lo peor del pasado: un mazacote que encierra el autoritarismo del viejo PRI, la hipocresía doctrinaria del PAN y el clientelismo tribal del PRD. Una amalgama sin principios, pero con afán de lucro. Una estructura sin contrapesos, donde la ley, los jueces, las cifras —incluso la verdad— se subordinan a una sola voluntad.
¿Y la oposición? Lo que queda de ella ha renunciado a todo. No tiene músculo, ni discurso, ni calle. Repite frases huecas, improvisa conferencias, celebra alianzas impresentables y vive a la espera de que el oficialismo cometa un error lo bastante grande como para volverla relevante. Es una oposición que no se opone: estéril, acomodaticia, ladina.
La transición democrática abortó. Fue un decorado para calmar conciencias, entretener a críticos y engañar a ingenuos con reformas que no reforman nada. Aquí todo cambia para que nada cambie. Y cuando algo cambia, suele ser para empeorar.
Los órganos autónomos, las universidades, los medios, los periodistas: todos han sido etiquetados como “enemigos del pueblo”. Siempre se necesita a quién culpar, y nada más útil que señalar adversarios. Sean auténticos o ficticios, sirven para encubrir la ineptitud, el fracaso y la improvisación.
Mientras tanto, los indicadores económicos y sociales retroceden. Pero el discurso oficial insiste en hablar de logros y avances. “Transformación” se ha vuelto una palabra mágica que todo lo justifica: la torpeza, la opacidad, el abuso. El pueblo, invocado hasta el hartazgo, tiene cada vez menos: menos seguridad, menos salud, menos educación y menos futuro. La pobreza crece y se administra con padrones, tarjetas y transferencias. Nuevo clientelismo con ropaje de justicia social.
La política se ha vuelto forma sin contenido. Las campañas para elegir jueces exhiben la ausencia de propuestas y evidencian el grave error de convertir la justicia en espectáculo, con lo cual se pierde el sentido de una república.
Y, sin embargo, todavía quedan algunos que resisten: académicos que piensan, periodistas que no se doblegan, colectivos ciudadanos que no se cansan. No son mayoría, pero están. Y mientras estén, habrá quien dé la batalla por la dignidad.
Porque lo que está en juego no es solo un proyecto de gobierno. Es la esencia de la Nación. Y esa esencia se desfigura cada vez que la ética pública desprecia la legalidad en nombre de una supuesta mayoría. No podemos seguir rematando la dignidad institucional al mejor postor.