Imaginemos que la eterna lucha entre el bien y el mal se desarrolla como una carrera hacia la cima de una inmensa montaña, tan alta que sus picos se pierden entre las nubes más densas y lejanas. Esta montaña simboliza la justicia, ese ideal que a menudo parece inalcanzable. Llegar a su cumbre representa los desafíos que enfrentamos en la vida, especialmente en la búsqueda de justicia.
En la base de la montaña, el mal se mueve con soltura y rapidez. Se presenta como la solución fácil: corrupción, manipulación, mentira, opresión, y abuso de poder. En este terreno, el mal avanza sin grandes dificultades, conquistando terreno a su antojo. El bien, en cambio, encarnado en valores como la verdad, la integridad y la honestidad, parece tener pocas oportunidades de prevalecer ante un enemigo que se desliza con tanta facilidad por los caminos más sombríos.
Escalar esta montaña es un proceso arduo y doloroso para el bien. Cada paso es una lucha titánica contra fuerzas abrumadoras: sistemas de procuración e impartición de justicia corruptos y facciosos, abusos de poder, y los mezquinos intereses de quienes han sido cegados por la codicia. El ascenso está lleno de peligros: no solo existen piedras afiladas, pendientes escarpadas, sino también, los deseos obscenos de venganza de los oráculos corruptos del poder.
Por su parte, el mal no tiene reparos en tomar atajos. Miente, engaña, corrompe. A primera vista, parece imparable. Sin embargo, a medida que se eleva, el aire empieza a escasear. Las mentiras que lo impulsan comienzan a asfixiarlo, y el que antes avanzaba sin dificultad termina siendo devorado por el peso de sus propias trampas. El mal inevitablemente se desploma, arrastrado por sus propias contradicciones.
Mientras tanto, el bien continúa su ascenso, lento pero constante. La verdadera justicia no se alcanza sin esfuerzo ni sacrificio, pero aquellos que persisten, quienes creen en la verdad y respetan la dignidad de los demás, entienden que cada pequeño avance es significativo. A medida que el bien sortea obstáculos, su fuerza crece. Y en esos momentos, la justicia comienza a manifestarse, primero de manera tímida, pero con la promesa de que pronto iluminará todo a su alrededor.
El mal, agotado por su propio veneno, se pudre. No porque alguien lo detenga, sino porque su camino se desmorona bajo sus pies, lleno de grietas formadas por la traición, la desconfianza y el caos que él mismo ha sembrado. Lo que antes parecía un avance imparable queda estancado en el fango de su propia creación.
El bien, en su incesante ascenso, encuentra apoyo en aquellos que, aunque no siempre visibles, también luchan por la justicia. Un juez que resiste la corrupción, una persona que ayuda a los demás sin esperar nada a cambio. Estos actos, por pequeños que sean, se convierten en escalones sólidos que elevan al bien hacia la cima.
Finalmente, el bien alcanza la cumbre. Desde allí, la vista es clara, sin obstáculos. La justicia, aunque imperfecta, se muestra en toda su magnitud: honesta, transparente, accesible para aquellos que no se rinden. En contraste, el mal queda atrapado en las sombras de la montaña, inmovilizado en el pantano que él mismo ha creado con sus mentiras.
El sendero hacia la justicia es largo y lleno de dificultades, pero es alcanzable. El bien no se impone rápidamente ni sin lucha, y aunque a veces triunfa sobre el mal, lo hace a un alto costo. Las victorias del bien dejan cicatrices: pérdidas, sacrificios, incluso vidas. Pero también dejan la certeza de que al final, la justicia siempre resplandece, por encima de las sombras que una vez parecieron invencibles.
Por Carlos Román.