Días difíciles nos esperan después del dos de junio. Si gana Claudia Sheinbaum, se habrá asegurado el desmantelamiento de la incipiente vida democrática que en los últimos treinta años tratamos de construir. Si gana Xóchitl Gálvez, no será fácil que le reconozcan el triunfo y, si llega al poder, el ominoso pasado de los personajes que la acompañan, nos reviven en la memoria colectiva las pesadillas que pensábamos superadas.

Difíciles días por la inseguridad que nos pone en peligro a todos. Difíciles tiempos porque el prometido paraíso feliz, feliz, fue solo parte de las mil y una mentiras mañaneras. Ese lugar utópico se estrelló y se hizo pedazos con nuestra realidad. Los pobres nunca fueron primero; los muy ricos, hoy son inmensamente más ricos. Las bandas de criminales atentan un día sí y otro también contra la vida, la propiedad y la libertad de todos, es decir, contra los valores fundamentales de la persona y contra las razones esenciales por las que inventamos o toleramos al Estado.

Más como un buen deseo que como un acontecimiento seguro, espero que los tiempos democráticos permanezcan. No podemos negar que hemos tenido en ellos una forma de vida que poco a poco se ha ido convirtiendo en conciencia social que todo lo cambia, para vivir una reivindicación de la política frente a los absolutos que padecemos, mediante el respeto al estado de derecho y a la división de poderes. Pero el riesgo que no es poco, se representan en las palabras falsas de un discurso que todo lo puede, que todo lo arregla, pero que en la realidad todo lo paraliza y destruye.

Solo quienes ya pintamos muchas canas podemos recordar como esta sociedad, nuestra sociedad, vivió perdida por años, perdió certidumbre y certeza en el futuro: perdió su alegría. Hoy nos hemos acostumbrado a vivir con miedo. No tenemos la certeza de regresar con bien cuando salimos de casa. Esta es la realidad  que lleva mucho tiempo presente: décadas. Las reglas desaparecieron para dar lugar a otras en las que personajes que se sienten iluminados, se dicen  guías y salvadores de la patria. Son un fraude, no arreglan nada porque no les convine arreglar nada. En el caos ellos ganan.  

Por lo que hemos visto en estas campañas, los partidos, todos, perdieron todo por el pragmatismo que se traduce en abuso y corrupción. Ahora todos los partidos tienen dueño. Se volvieron negocios familiares. Solo sirven a quien les asegura dinero y espacios de poder. Lo mismo apoyan al líder iluminado, al esquirol pagado, que a la demagoga inútil. Son meretrices.

¿Pero cómo cambiar si muchos se han resignado a seguir viviendo alejados de las soluciones de los problemas que nos agobian? Si queremos el País mediocre que tenemos, sigamos igual, no hagamos nada, incluso si no votamos les facilitamos mucho el camino al desastre que se avecina. Si queremos cambiar y en verdad transformar las cosas, votemos, porque esa es el arma más poderosa que tenemos como ciudadanos. Ahí está ese voto de castigo que cambia realidades, que desface entuertos.

En más de cinco años hemos visto que el peligro de estas personalidades carismáticas es que se convierten fácilmente en centros definitorios de la vida política, no para hacer el bien común o realmente poner primero a los pobres, sino para hacerse del poder y con él satisfacer su enorme ego. Sería ingenuo a estas alturas del gobierno, no ver que los cambios esperados se convirtieron en palabras huecas y sin destino.

Los riesgos de la democracia es que a veces resulta ser un terreno fértil para aventureros que todo lo apuestan a un gesto de audacia, donde razón, experiencia y conocimiento pueden fácilmente dejarse de lado ante la búsqueda del aplauso fácil, de la lealtad a ciegas, de la conducta cómplice. Nos espera una dura y larga lucha, pero todavía existe la esperanza de que en estos tiempos difíciles, con tantos días difíciles, se pueda ver la luz al final del túnel. ¡Sí, podemos estar peor! No lo olviden. Votemos para recuperar la felicidad perdida.

Por Carlos Román

Por Editor

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