Imagina un quirófano del siglo XIX: sin anestesia, sin antibióticos, donde cada segundo de agonía podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte. En ese escenario desafiante, un cirujano escocés llamado Robert Liston se convirtió en leyenda por una habilidad extraordinaria: amputar una pierna en solo dos minutos y medio, desde el primer corte hasta la última sutura. Hoy, su velocidad nos parecería temeraria y descuidada, pero en su época lo convirtió en el cirujano más solicitado de Londres y en un pionero que ayudó a sentar las bases de la medicina moderna. Su historia es un fascinante viaje a los albores de la cirugía, donde la destreza manual y el coraje eran las únicas herramientas contra la muerte.
En la primera mitad del siglo XIX, la cirugía era una carrera desesperada contra el dolor y la infección. Liston operaba en el University College Hospital, donde, según el historiador Richard Gordon, uno de cada diez pacientes no sobrevivía a la mesa de operaciones; en otros hospitales londinenses como St. Bart, la tasa de mortalidad podía llegar a uno de cada cuatro. En este contexto, su velocidad no era solo un alarde de habilidad, sino una estrategia de supervivencia: reducir el tiempo de la operación minimizaba el sufrimiento del paciente y mejoraba sus posibilidades de recuperación. Tal era su fama que decenas de enfermos acampaban a las puertas del hospital, especialmente aquellos casos considerados perdidos por otros médicos. Entre sus intervenciones más notables se cuenta la extirpación de un tumor escrotal de 20 kilos y medio, o el tratamiento de un aneurisma de aorta cuyo espécimen aún se conserva en el museo de patología del UCH.
Sin embargo, la obsesión por la velocidad tenía un lado oscuro, y las anécdotas sobre Liston —aunque a veces difíciles de verificar— son tan espectaculares como aterradoras. Se dice que en una amputación, su cuchillo se desvió tanto que, junto con la pierna, cortó los testículos del paciente. Pero la historia más famosa es la de una operación en la que, moviéndose con su habitual rapidez, amputó accidentalmente dos dedos de su asistente. Al percatarse del error, en un movimiento de pánico, clavó el escalpelo en un estudiante que observaba la cirugía. Los tres —paciente, asistente y estudiante— murieron días después por infecciones en las heridas, haciendo que esta intervención pasara a la historia como la única con una mortalidad del 300%. Estas tragedias ilustran los riesgos de una medicina aún primitiva, donde el virtuosismo técnico a veces chocaba con la falta de controles y seguridad.
Paradójicamente, Liston no solo fue un símbolo de la cirugía premoderna, sino también un innovador que ayudó a inaugurar una nueva era. El 21 de diciembre de 1846, apenas unas semanas después del famoso procedimiento con anestesia de William T.G. Morton en Boston, realizó la primera cirugía bajo anestesia en Europa. Este hito marcó el inicio de lo que el historiador Jürgen Thorwald llamó el ‘siglo de los cirujanos’, cien años de avances que permitirían operaciones más largas y precisas, accediendo a órganos como el cerebro o los pulmones con menos dolor y mayor éxito. Liston, con sus contradicciones de héroe y temerario, encarna la transición de una medicina artesanal y brutal hacia una ciencia más humana y efectiva. Su legado nos recuerda que cada paso en la historia de la salud, incluso los más polémicos, ha sido crucial para construir el mundo médico que hoy conocemos y valoramos.

