La historia se repite con un lenguaje cada vez más brutal. El pueblo judío, que fue durante siglos víctima del destierro, la esclavitud y el odio religioso, hoy parece haber olvidado su propio sufrimiento. Convertido en potencia militar, Israel ha descargado sobre Gaza una furia desmedida que no distingue entre milicianos y civiles, entre defensa y exterminio. Se ampara en la memoria del Holocausto para justificar lo injustificable: la destrucción sistemática de un pueblo reducido a escombros. Lo que alguna vez fue símbolo de redención se ha vuelto emblema del abuso.

Nadie con un mínimo de juicio puede justificar a Hamas. Su brutalidad, su desprecio por la vida y su cálculo político —provocar a Israel para exhibirlo ante el mundo— son repulsivos. Pero la respuesta israelí, con su maquinaria de guerra respaldada por Estados Unidos, ha cruzado los límites civilizatorios. El pueblo que sufrió la Shoá ahora inflige sufrimiento masivo; el perseguido se ha vuelto perseguidor y verdugo. Y al hacerlo, destruye también su legado moral.

Tras la devastación, la tregua negociada con la mediación de Estados Unidos, Catar y Egipto pretende mostrarse como un triunfo diplomático. El acuerdo, dividido en fases para liberar rehenes, introducir ayuda humanitaria y congelar las líneas de combate, se celebra como un logro. Se intercambian rehenes por prisioneros, se abren brechas para el ingreso de medicinas y el mundo festeja un respiro. Pero no es Paz, es una pausa. Gaza sigue en ruinas; miles de desplazados vagan sin destino. La tregua, lejos de significar reconciliación, es el eco de una guerra suspendida por cálculo político.

Trump gestionó una “tregua” que no busca la paz, sino el orden del miedo y el Nobel de la Paz. Obtuvo lo primero, pero no lo segundo. Su visión del mundo reduce la tragedia humana a un tablero de poder. En su lógica, la paz es una pausa útil, no un propósito moral. 

La verdadera tregua no vendrá de los imperios ni de los profetas del poder, sino de una conciencia que el siglo XXI parece haber perdido. La violencia de Estado y el terrorismo son expresiones del mismo mal: el fanatismo que niega la humanidad del otro. Ambos son espejos del mismo vacío. Israel mata en nombre de la seguridad; Hamas, en nombre de la resistencia; Trump, en nombre de la paz. Todos invocan dioses distintos para justificar la muerte.

El filósofo Emmanuel Levinas —judío y sobreviviente del horror nazi— advirtió que el mal comienza cuando dejamos de ver el rostro del otro. Hoy ese rostro se ha borrado bajo las ruinas de Gaza. Los niños enterrados en los escombros, las madres que claman por sus muertos, los médicos que operan sin anestesia son el espejo de una humanidad que se extingue cada vez que el poder se impone sobre la compasión.

El mal absoluto no es un demonio mítico ni una entidad metafísica: es la negación del límite, la voluntad de destruir por creer que la causa propia es justa. Por eso, Israel y Hamas se parecen más de lo que creen. Ambos son fanáticos y han hecho de la violencia su forma de razón. Y ahora, bajo el eco de Trump y la silenciosa firma de una tregua que se vende como victoria, el mundo asiste a una pausa que no redime, sino que posterga el desastre.

No es una guerra de religiones, sino una guerra contra la razón: una humanidad que ya no distingue entre justicia y venganza. Y si la historia enseña algo, es que toda tregua impuesta desde el poder no es más que un respiro antes del próximo horror.

Por Carlos Román.

Por Editor

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