Hace apenas un par de años, la inteligencia artificial generativa era la promesa dorada que iba a revolucionar cada rincón de nuestra vida: desde la oficina hasta la industria. Se hablaba de un aumento estratosférico del PIB global y de una productividad empresarial disparada. Las grandes empresas tecnológicas invirtieron miles de millones en infraestructura, construyendo centros de datos monumentales. La expectativa era altísima, casi como si estuviéramos a las puertas de una nueva era.
Pero, como suele pasar, la realidad nos dio un jalón de orejas. Un informe del MIT mostró que el 95% de las empresas que habían invertido en IA no estaban viendo un retorno: mucha adopción, pero poca transformación real. Este dato pegó fuerte en Wall Street, donde las acciones de empresas de IA cayeron hasta un 10%. Sumado a esto, ni el esperado ChatGPT 5, aunque mejorado, logró cumplir las expectativas de un avance monumental. Expertos como Gary Marcus, quienes ya advertían que los modelos avanzados se toparían con un muro, parecían tener razón. La clave de esta nueva versión no es tanto un salto en sus capacidades intrínsecas, sino que ahora es más eficiente para elegir el mejor modelo para cada tarea. Esto nos deja con una pregunta incómoda: ¿será que esto es lo mejor que podemos esperar por ahora?
El meollo del asunto, según el MIT, es el abismo entre los proyectos piloto de IA y su implementación real en las empresas. Muchos de estos “experimentos” nunca ven la luz ni generan impacto. La culpa no es de los modelos o las regulaciones, sino de la naturaleza misma de la IA: cambia constantemente, ofrece resultados probabilísticos y, sí, aún tiene esas “alucinaciones” que impiden usarla en procesos críticos. Las empresas suelen dirigir la IA a áreas como marketing, donde brilla, pero el verdadero potencial de ROI podría estar en procesos internos de back-office. Mientras tanto, surge la “shadow IA”: empleados usan chatbots para todo, desde redactar correos hasta resumir textos, mejorando su productividad personal. Sin embargo, este uso invisible para la empresa, aunque útil individualmente, acarrea riesgos de seguridad y exposición de información sensible.
Entonces, si la IA ayuda a muchos en sus tareas diarias, ¿por qué no se refleja en la productividad general de las empresas? El economista Erik Brynjolfsson sugiere que quizás medimos mal su impacto. En un estudio ingenioso, calculó que la IA generativa ya aporta casi 97 mil millones de dólares a la economía estadounidense, simplemente preguntando a los usuarios cuánto pagarían por seguir usándola. Esto demuestra que la IA sí tiene valor para el usuario. Pero la pregunta crucial es: ¿qué están haciendo ese 5% de empresas que sí obtienen resultados tangibles? No se trata solo de esperar que la tecnología “madure”. La innovación en IA es constante. La clave está en entender y replicar lo que hacen aquellos que ya cruzaron el abismo entre la promesa y la realidad. Al igual que con la electricidad o internet, la verdadera transformación no llegó solo con la infraestructura, sino con la imaginación para encontrar usos disruptivos. Así que, ¿cuándo vamos a dar el salto?

