¡Hola, ¿qué tal, amantes de la tecnología y la vida práctica?! Hoy vamos a platicar de un tema que nos rodea y nos hace rascar la cabeza: el famoso Internet de las Cosas, o IoT. Se nos presentó como la promesa de una vida más sencilla, eficiente y con control total. Imagínense poder encender la lavadora desde la oficina, recibir una alerta cuando la ropa esté lista o ajustar la temperatura de casa con solo un toque en el celular. Suena a sueño, ¿verdad? Y sí, en un principio, era la onda. Pero, ¿nos hemos detenido a pensar si *todo* en nuestra casa realmente necesita una conexión a internet? A veces, la innovación tecnológica corre tan rápido que, sin querer, dejamos el sentido común en la banca.
La idea detrás del IoT es bastante chida: objetos cotidianos que, equipados con sensores y conectados a la red, recopilan y comparten datos para automatizar tareas. En teoría, esto debería mejorar nuestra vida de forma significativa. Sin embargo, en la práctica, estamos presenciando una sobreconexión que, en ocasiones, roza lo absurdo. ¿De verdad necesitamos refrigeradores que nos tuitean cada vez que se acaba la leche, microondas que nos preguntan si queremos pedir pizza por voz, o cepillos de dientes que analizan nuestra técnica de cepillado y mandan reportes? El problema no es la conectividad en sí, que es una herramienta poderosa, sino su aplicación indiscriminada. En muchos de estos casos, la ‘inteligencia’ añadida no aporta un valor real a nuestro día a día, y sí que incrementa, de forma silenciosa, los riesgos asociados a nuestra seguridad y privacidad en línea.
Cada dispositivo que conectamos a internet se convierte en un pequeño espía que genera, transmite y almacena datos. Pensemos en los horarios en que estamos en casa, nuestros patrones de consumo eléctrico, e incluso si estamos ausentes o no. Toda esta información, que a menudo se envía a servidores externos del fabricante, puede perfilar con una precisión inquietante nuestra rutina diaria. Y aquí reside el primer peligro: la cesión inconsciente de nuestra información personal. A esto se suma el latente riesgo de ciberataques. Los ciberdelincuentes están al acecho, buscando vulnerabilidades en dispositivos IoT para acceder a nuestras redes domésticas, espiarnos a través de cámaras o, en el peor de los casos, tomar el control de nuestros aparatos. Una lavadora con Wi-Fi, por ejemplo, puede parecer inofensiva, pero su conexión abre una nueva y sutil puerta de entrada para posibles ataques informáticos a toda nuestra red.
Entonces, ¿qué hacemos? No toda conectividad es un capricho. Hay situaciones donde el internet no solo aporta valor, sino que es imprescindible. Pensemos en los sistemas de alarmas inteligentes, por ejemplo, que dependen de la red para avisar de intrusiones y coordinar respuestas en tiempo real. La clave está en ser usuarios conscientes y críticos. En este mundo hiperconectado, donde la tecnología avanza a pasos agigantados, la primera y más importante barrera de seguridad seguimos siendo nosotros. Hábitos tan sencillos como usar contraseñas robustas, activar la autenticación multifactor siempre que sea posible y mantener el software de nuestros dispositivos siempre actualizado, son esenciales. La verdadera inteligencia no la tienen los dispositivos, sino nosotros al discernir cuándo una conexión aporta un beneficio tangible y cuándo se trata solo de una moda tecnológica. ¡Pensemos dos veces antes de conectar algo solo porque se puede!

