Sin ideología, sin militancia, sin nuevos cuadros y sin proyecto de nación: así está hoy la oposición en México. Sus dirigentes solo aparecen en conferencias, foros o entrevistas —nacionales e internacionales— convencidos de que gritar fuerte bastará para recuperar lo que perdieron. Un grupúsculo que pretende venderse como contrapeso, aunque apenas soporta el peso de sus contradicciones.
El PRI, que se ganó a pulso y sin ayuda su mala fama tras décadas de corrupción y abusos, insiste en que todavía puede presentarse como opción de gobierno. Su presidente recurre a una estrategia tan desgastada como inútil: denunciar en medios extranjeros los excesos del régimen en turno, como si un par de entrevistas o una denuncia en Washington pudieran servir para “informar” a los estadounidenses de algo que no ignoran, o bien borrar el recuerdo de un sistema político construido sobre el fraude, la represión y el saqueo del erario. Lo que alguna vez fue un aparato todopoderoso hoy está hundido en el descrédito, víctima de su propia historia.
Lo mismo ocurre con el PAN. Sus dirigentes se llenan la boca con la palabra honestidad, pero muchos de ellos encarnan la corrupción disfrazada de doctrina. El partido que alguna vez se vendió como alternativa moral terminó convertido en oficinas para el tráfico de influencias, en agencias inmobiliarias de ocasión, en alcaldías atrapadas en moches y en un liderazgo que amenaza desde la tribuna lo que nunca pudo sostener en la calle. Hoy lloran amargamente lo que no supieron defender en las urnas.
Mientras tanto, la tormenta informativa sobre los excesos de la pasada administración no cesa: el escándalo por el huachicol, los vínculos con el crimen en casi todo el país, la Barredora en Tabasco y, en muchos estados, una rapiña institucionalizada que se convirtió en sistema. Frente a esa avalancha de pruebas y argumentos, la oposición solo atina a indignarse en los micrófonos. No hay investigación propia, no hay planteamiento de justicia, no hay capacidad de construir una ruta de futuro. Solo gritos que suenan a impotencia.
La oposición mexicana se ha reducido a un puñado de notables que ya no ofrecen nada. Hoy exigen seguridad frente a la violencia que solaparon; mañana, transparencia en licitaciones que antes manipularon; pasado mañana, combate al crimen que incubaron en sus gobiernos. Se presentan como demócratas cuando les conviene y como nacionalistas cuando la encuesta lo pide. En un país donde la política debería ser contraste de proyectos y propuestas, lo que tenemos es más de lo mismo: oportunismo y simulación.
El problema no es solo de forma, sino de fondo. Un gobierno sin contrapeso real se siente cómodo, se radicaliza y avanza sin freno. Y la oposición, en vez de convertirse en alternativa, actúa como cómplice. Lo peor es que legitima la narrativa oficial de que no hay nadie capaz de ofrecer algo distinto. Así, el ciudadano termina resignado a elegir entre un gobierno sin límites o una oposición sin propuesta.
La falta de autocrítica es evidente. Ningún dirigente opositor admite que el desplome de sus partidos es consecuencia de sus actos. Prefieren acusar a la “maquinaria del Estado” de sus derrotas antes que reconocer que fueron ellos mismos quienes se descarrilaron.
México necesita una oposición que piense y actúe: que proponga cómo recuperar la seguridad, reformar un sistema de justicia colapsado, rescatar la educación pública y garantizar servicios de salud dignos. Una oposición que se atreva a imaginar un país distinto y que tenga la fuerza para defenderlo en la arena política, no solo en entrevistas a modo.
La democracia no muere únicamente cuando un presidente concentra todo el poder; también muere cuando la oposición se conforma con ser de utilería. Y hoy, la utilería ocupa la escena completa.
Por Carlos Román.