Dicen que la vida siempre acomoda las piezas, pero con los gatos nunca es tan sencillo. Uno de los gatos malos se murió y, con su partida, dejó mucha tristeza en mi casa. Sobrevive de este grupo de “los Malos” solo el macho alfa, dueño del cuarto de servicio y del jardín de la casa. Bueno, “dueño” es un decir: el pobre no tiene bolas, está castrado, lo que en términos políticos equivaldría a ser líder sin poder de reproducción, emperador sin herederos, caudillo sin pueblo. Aun así, ronda por el jardín con su arrogancia intacta, convencido de que sigue siendo el amo del territorio y azote de muchos pájaros despistados.

Me da pena su soledad, pero el problema es que no quiere convivir con sus hermanos “los Buenos”. Cuando se acerca a la recámara se transforma en un manojo de odio y agresividad: gato malo. Prefiere estar solo antes que ceder un centímetro en su soberbia. Los buenos, que aprendieron a vivir en armonía, lo miran con una mezcla de desconfianza y resignación: saben que no hay tregua posible, que cualquier intento de acercamiento acabaría en arañazos y mordiscos. La división persiste, aun con uno menos en la batalla.

El solitario camina como si tuviera detrás un ejército invisible. Levanta la cola, se eriza al viento y hasta se planta frente a los perros vecinos, convencido de que todavía impone respeto. Pero la verdad es que está solo. Su reino es un jardín vacío donde la única aclamación es el canto de las aves que lo esquivan desde las ramas. Es el poder reducido a gesto: un desfile sin contingentes, un discurso sin micrófono.

A veces pienso que este gato es la metáfora perfecta de ciertos liderazgos políticos que conocemos. Se quedaron sin manada, pero insisten en aparentar que son indispensables, que sin ellos la República está perdida. Se pasean por el escenario convencidos de que la autoridad es cuestión de pose, aunque todos sepan que ya no deciden nada. Su fuerza real es apenas un recuerdo y su futuro, un jardín donde nadie quiere seguirlos. Y lo peor es que existen algunos ingenuos que se la creen.

Mientras tanto, los buenos ocupan sus espacios con tranquilidad. Han hecho del dormitorio su fortaleza y de la sala su territorio compartido. Conviven, juegan, incluso se turnan para acurrucarse en el rincón de mi sofá favorito. Han aprendido que la paz no se logra con discursos, sino con acuerdos tácitos: uno come primero, otro después; uno duerme en la cama, otro en la silla. Nada glorioso, pero suficiente para vivir sin guerras.

El contraste no puede ser mayor. De un lado, un macho solitario y obstinado en su papel de caudillo sin súbditos. Del otro, una pequeña república que sobrevive con pactos silenciosos. En medio, yo, que debería ser el jefe de la casa y termino reducido a testigo de un drama felino que se parece demasiado al de la política nacional.

Porque al final, gato es gato. No importa si lo mutila el veterinario o lo deja la manada: seguirá creyéndose rey. Y político es político: aunque pierda el partido, los votos, la influencia y el prestigio, seguirá queriendo estar presente como si todo el país lo observara.

Hoy, en mi jardín, ronda un gato macho que no es más que la sombra de lo que fue. Se pasea erguido, finge poder, pero no tiene a quién mandar. Y, sin embargo, no se resigna. Esa es su tragedia… y también la nuestra.

Por Carlos Román.

Por Editor

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